viernes, 13 de noviembre de 2015

25. Brujas en el camino.

   Viendo Cornelio que la crisis de Sigfrido parecía no tener fin, agarró a éste de la solapa y lo condujo, pese a su negativa inicial, hasta la parte de atrás de la casa. Una vez allí, el viejo señaló hacia unos pantalones arrugados que yacían en el suelo, y sobre los cuales podía verse un brazo cercenado, el de la bruja, que presentaba algún que otro pequeño mordisco. —¿Por qué clase de animal me has tomado? ¿Pensabas realmente que nos habíamos comido un trozo de una de esas malditas? —dijo Cornelio—. Tan sólo me he vengado de tu falta de interés por socorrerme cuando te pedía auxilio siendo preso de esas brujas. Tendrías que haber visto tu cara. 

   Sigfrido pareció aliviado,aunque también contrariado. 

—¿Qué hemos comido entonces? —preguntó. 

—Ratas. 

—¿Ratas? 

—Así es, ratas. Dos, para ser precisos —aclaró Cornelio—. Corté el brazo de la bruja y lo puse sobre los pantalones, que huelen francamente mal, y me oculté. En cuanto apareció una, la dejé comer y ¡zas! Le arrojé el hacha. Más tarde llegó otra y también le di matarile. Soy muy bueno con el hacha, sabes. 

—¿He comido carne de rata? —se escandalizó Sigfrido. 

—Muchacho, no sé a qué estabas acostumbrado comer, pero deberías comprender que los tiempos han cambiado para peor, y lo han hecho de golpe. Mucho me temo que, en adelante, el queso y el vino, aunque uno mate el sabor del otro, serán algo más que un privilegio. 

   Sigfrido no dijo nada. Sabía que el viejo tenía razón. De repente se vio a sí mismo recibiendo aquella jarra de vino de manos de Lúcida, hacia ya algunas semanas, y cómo disfrutó al beber de ella. Quizás podría pasar sin queso, pero no se veía capaz de soportar demasiado tiempo lejos del vino. 

—Ahora ven conmigo. Debemos marcharnos de aquí, pero nos falta algo por hacer —dijo Cornelio, que llevó a Sigfrido hasta el lugar donde estaban las brujas. 

—Tenemos que apartar los escombros que las sepultan —dijo, mientras se hacía con una de las piedras, no sin esfuerzo, y la echaba a un lado. 

—¿Pretendes enterrarlas también a ellas? —preguntó, incrédulo, Sigfrido. 

   El viejo siguió con la tarea que se había encomendado, sin prestar atención a Sigfrido. 

—Puedes quedarte ahí parado y dejar que un anciano cargue con todo el trabajo, o callar esa bocaza y ponerte manos a la obra. La curiosidad mató al gato, y sería una pena, pues éste acaba de llenar la tripa comiéndose una rata. Anda, ponte a mover piedras y verás cómo ronroneas. 

   Sigfrido estuvo a punto de decir algo, pero no sabía muy bien si sería adecuado, por lo que acabó ayudando a Cornelio en la tarea de apartar los escombros donde se hallaban sepultadas las brujas, que, poco a poco, se fueron haciendo más visibles. Posar los ojos sobre sus deformados rostros, que ofrecían un gesto verdaderamente horrible, resultó ser algo ciertamente aterrador. 

—Dan miedo incluso muertas —comentó Sigfrido, que hacía lo posible por apartar la vista del rostro de las brujas. 

—No más que cuando están vivas —dijo Cornelio. 

   Cuando consideraron que no necesitaban apartar más escombros, el viejo hizo señas a Sigfrido para que se acercara. 

—Ayúdame a desvestir a ésta —dijo. 

—¿Cómo dices? ¿Pero qué es lo que pretendes? 

—Nada bueno si sigues con esa actitud de niño asustado. Ayúdame de una puñetera vez. Ya te explicaré luego. 

   Sigfrido, sorprendido por las formas de Cornelio, obedeció, aunque no de muy buena gana. Desvistieron a la primera bruja, que resultó ser la que tenía un brazo de menos, y a la que sólo dejaron puesto un largo camisón interior, más por miedo a lo que pudieran ver que por pudor. Lo mismo hicieron con la otra, cuyos grandes ojos abiertos, salidos de sus órbitas, parecían seguir a Sigfrido allí donde fuese. 

—¿Qué haces? —preguntó el viejo al muchacho, cuando vio que éste cogía una piedra de las que habían apartado y la llevaba de vuelta al montón —No pretenderás enterrarlas de nuevo bajo esos escombros. No te creo tan estúpido. 

   Sigfrido colocó la piedra con cuidado sobre la cara de la última bruja a la que habían desprovisto de su ropa. 

—Ésta me pone nervioso. No hace más que mirarme —dijo. 

—Sí, ya me había fijado. Quizás no está tan muerta como debiera —dijo Cornelio, que se acercó hasta la piedra recién puesta por Sigfrido, sobre la que puso el pie y presionó con fuerza hacia abajo, produciéndose entonces un desagradable sonido —. Ya no mirará más —sentenció. 

   Sigfrido se sobresaltó, pues no esperaba aquella violenta reacción por parte de Cornelio. 

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó nervioso. 

—Ponernos sus ropas, desde luego —dijo el viejo—. Ellas ya no las necesitan, y a nosotros podrían servirnos. Además, tu cota de mallas no luce tan brillante después de tus vómitos de niño mimado. 

—¿Sus ropas? ¿Para qué? 

   Cornelio ya trataba de ponerse uno de aquellos vestidos negros como el tizón. 

—Nadie sospecharía de dos brujas, y si lo hace, se lo pensará dos veces antes de incordiarlas con preguntas incómodas. Estamos en territorio enemigo, muchacho —dijo. 

—¿Y cómo pretendes que pase por una bruja con estas barbas? 

   Cornelio sonrió malicioso.

—Eso tiene arreglo. Ya te he dicho que soy muy bueno con el hacha —bromeó. 

—Ni lo sueñes —dijo Sigfrido, con cierta preocupación. 

   Así fue que ambos acabaron vestidos de brujas, incluyendo en sus disfraces aquellos peculiares y llamativos sombreros picudos. Sigfrido acabó el último, pues se negaba a renunciar a la protección que le otorgaba la cota de mallas, la cual se afanó en limpiar como pudo con los andrajos que vestían los cuerpos que yacían en el suelo. Una vez quedó, más o menos, de su agrado, se puso el vestido por encima, no sin antes ponerse unos pantalones que arrebató a un cadáver, tratando de evitar así el contacto de sus piernas desnudas con aquella tela. Luego, a pesar de no ser en absoluto un buen espadachín, se colocó el cinto donde envainaba la vieja espada oxidada, que le acompañaba a todas partes desde que se la diera el tristemente desaparecido padre de Lúcida y Alonso. También Cornelio se las ingenió para llevar el pequeño hacha de mano colgado del vestido con una suerte de guita. Entonces, fijándose en el tono entre marrón y grisáceo de la piel de las brujas, se oscurecieron el rostro restregándose tierra con las manos. Después, Cornelio tomó las escobas, un tanto astilladas y torcidas, y le pasó una a Sigfrido, que la tomó indeciso. 

—Endurece ese rostro, muchacho —dijo el viejo—. Ahora somos un par de malvadas brujas, a pesar de esa barba tuya, y se supone que comemos niños. Vamos, no olvides caminar encorvado.

   Y aquellas extrañas brujas, al fin, echaron a andar.

   Imagen tomada de www.encuentos.com Desconozco al autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para así publicar su nombre. Si éste lo prefiriese, retiraría su obra de esta publicación en cuanto así me lo hiciera saber.


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