lunes, 28 de septiembre de 2015

12. Una casa cerca.

   Amanecía. Sigfrido llevaba largo rato despierto y ahora contemplaba a la pequeña Lúcida, que aún dormía, aunque un tanto agitada. La había oído llamar a sus padres en sueños, también a su hermano, y no pudo evitar sentirse culpable. Quizás, si de algún modo hubiese logrado reunir más valor del que tenía, el bravo Alonso aún seguiría vivo. "O no", dijo una voz en su interior. "Ahora, bien podrias ser tú el muerto en lugar de él. Y lo sabes".   Sí, desde luego que lo sabía.

   Unas repentinas lágrimas brotaron en sus apenados ojos. Una de ellas, adelantándose a la otra, comenzó a recorrerle el rostro. No debía dejarla acabar su descenso. "¡Qué diablos!", exclamó para sí, como insuflandose ánimos, al tiempo que borraba esa brizna de sentimiento con un gesto de la mano. Sin embargo, aunque evitó derramar más lágrimas, se sintió terriblemente abatido.

   Lúcida se removió inquieta. Despertaría de un momento a otro. Sigfrido, que no deseaba ser visto con el ánimo por los suelos, menos aún por una chiquilla, corrió a ocultarse entre la maleza.

—¿Por qué corres así? —preguntó la niña adormilada.

—Cuestiones personales. Batallas que todo hombre debe librar por sí mismo —respondió Sigfrido, tratando de que su voz sonara con total naturalidad.

—¿Te refieres a hacer pis?

   Hubo un momento de silencio.

—¡Diablos! Sí. Eso mismo —respondió Sigfrido riendo nerviosamente. De pronto se sentía estúpido—. Esta mañana, mucho antes de que despertaras, inspeccioné los alrededores. De haberlo hecho anoche, posiblemente hubiésemos dormido entre cuatro paredes y un techo, pero el cansancio me pudo. Hay una casa un poco más allá.

—¿Una casa?

—Sí. Una casa.

   Sigfrido se sentó frente a Lúcida, que todavía estaba tumbada. "Y si puedo, es allí donde pienso dejaros a ti y a las cadenas de sentimientos que pretenden hacerme cautivo", pensó. Y sonrió al imaginarse de nuevo libre y sin ataduras que pudiesen atormentarlo por más tiempo.

   Cuando Lúcida estuvo dispuesta, Sigfrido emprendió el camino hacia la casa. Mientras caminaban, su mente viajó hasta la noche anterior, cuando, junto a Alonso, combatía a los muertos. Tardaría en olvidar aquella imagen en la que el valiente muchacho lo miraba agradecido, creyendo que iba a buscar a su hermana. El pobre era incapaz de entender que lo que sucedía en realidad era que lo abandonaba a su suerte. "Pero la buscaste. Es cierto que la buscaste, aunque sin demasiado entusiasmo", dijo su voz interior. "Y, aun así, he aquí que el caprichoso destino decide que mi camino y el de la susodicha se crucen, como si de ese modo pudiese redimir mis anteriores pecados y hallar la paz conmigo mismo. No, destino, me añades una pesada carga con ella, agobiante en exceso, que no veo el momento de soltar. Ya buscaré el modo de perdonarme, lo cual significará que continuo con vida, que es de lo que se trata; y, a juzgar por los últimos acontecimientos, el mundo parece que se ha transformado en un lugar donde, para vivir, hay que correr, y ya se sabe que se corre mejor cuanto menor sea el peso que se lleve encima. Prefiero poder huir y seguir vivo aunque me sienta como una rata, que no poder darme a la fuga como es debido por tener que tirar de una cría que no haría más que retrasarme y, por consiguiente, acabaría siendo la posible causa de mi muerte, por muy honorable que ésta fuese. ¿Quién quiere honor en esas condiciones? Hasta pasar hambre me parece mejor que servir de alimento para calmar el hambre de otros". Y así, discurriendo de aquel modo tan miserable y mezquino, ignorando que, tarde o temprano, su alma sería incapaz de soportar tanta suciedad, continuó Sigfrido caminando. Entonces, su cabeza abandonó sus reflexiones para, nuevamente, volver a la noche anterior, mientras se escabullía entre las tumbas con el único fin de salvarse a sí mismo y escuchaba cómo Alonso repartía golpes con una brutalidad desmedida. De hecho, supuso que cualquier otro enemigo en su sano juicio ya habría huido despavorido, pero los zombis no conocían ni el juicio ni el miedo, sólo el odio hacia los vivos. Y Alonso daba muestras de estar muy vivo. 

   Lo que sucedió tras la marcha de Sigfrido, lo que éste no supo y debió resolver emitiendo un juicio basado en su propia cobardía mientras se daba a la fuga, fue que, contra todo pronóstico, el gigante logró acabar con la veintena de muertos vivientes que lo acosaban sin sufrir un sólo rasguño. Incrédulo a la par que orgulloso, Alonso contempló los cuerpos destrozados de sus diabólicos enemigos, todos ellos amontonados a sus pies. Pero estaba de veras agotado, exhausto. Al verse al fin libre de amenazas, el muchacho se dejó caer sobre sus rodillas. Necesitaba descansar antes de ponerse en marcha. Entonces, sintió una terrible e insoportable presión en sus partes nobles que le produjo un horrible dolor. Mientras gritaba como no recordaba haberlo hecho antes, pudo ver que aquello respondía a la acción de uno de los muertos que creía abatido, que resultó no estar tan muerto como pareciera en un principio, y que se debió haber ido arrastrando hasta él como pudo hasta que, una vez alcanzada la distancia idónea, alargó el brazo, con tan mala fortuna, que fue a agarrar justo donde más duele. El zombi, con una voluntad irreductible, trató de acercar la boca a su presa con oscuras intenciones para con ella. Alonso, que seguía gritando horrorizado y enloquecido a causa del dolor y el horror, acabó por transformar aquel alarido en un agónico llanto, y fue entonces que, in extremis, logró reunir las pocas fuerzas que le restaban para asestar varios puñetazos, demoledores desde el primero al último, sobre la cabeza de la maléfica criatura, que acabó definitivamente muerta. Luego, con no poca repulsa y aprensión, retiró la mano que aferraba sus maltratadas intimidades y se dejó caer en el suelo, hecho un ovillo, entre lamentos. Había sobrevivido.

   En ese mismo momento, en algún lugar, no muy lejos de allí, Sigfrido se había obligado a oír los gritos y los llantos de Alonso, dándolo erróneamente por muerto.

   Ya durante la mañana, cuando hubieron andado un trecho, durante el cual, su guía y acompañante parecía sumido en sus propios pensamientos, que no debían ser muy alegres y coloridos, dada la oscuridad que asomaba a los ojos de éste, Lúcida pudo ver la casa de la que le hablara Sigfrido al despertar, sin embargo, había algo en ella que le hizo estremecerse de miedo.

   Imagen extraída de www.lavozdelmuro.net Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.



sábado, 26 de septiembre de 2015

11. Algo de comer.

   Tras caminar casi toda la mañana, Sigfrido, cuyo estómago llevaba ya un rato gruñendo, decidió hacer un alto y apartarse a un lado del camino, buscando el cobijo de los árboles, que le darían la sombra necesaria para aliviar la presión del sol. Por suerte, no había puesto sobre Alonso toda la carne que le dieran el posadero y su mujer la noche anterior, guardándose algo para situaciones de emergencia, como lo era aquella. Preparó una fogata sin tomar demasiadas precauciones, por no decir ninguna, y puso la comida al alcance de las llamas ante la atenta mirada de la niña, que tomó asiento frente a él, con la espalda apoyada en el tronco de un formidable roble. Sigfrido coqueteó con la idea de llevarse a los labios una copa de delicioso vino, lo cual sería imposible dadas las circunstancias. Aquella chiquilla, Lúcida, le había dado a probar el vino que mejor le había sentado en toda su vida. En lo días que estuvo en la posada pudo tomar cada día tanto como gustase, pero nunca le supo tan bien. Cerró los ojos y recordó aquel momento, cómo la sangre de la tierra recorría su garganta y le iba devolviendo los ánimos. Sí. Había hecho bien en saborear aquella copa con tanta lentitud.

—Si no te andas con ojo se quemará la carne —observó la niña.

   Sigfrido abrió los ojos y comprobó que Lúcida tenía razón. Alejó un poco la carne de las llamas. Lo justo.

—Hasta el fuego parece tener hambre —bromeó.

   Cuando la carne dio muestras de estar hecha, Sigfrido empezó a comer con voracidad. Entonces recordó que no estaba solo. Lúcida lo miraba con fijación, o quizás miraba la carne. Sí. No había duda. Miraba la carne. La pequeña estaba hambrienta. Un segundo de reflexión bastó para hacerle entender que aquel acto era demasiado cruel, así que, tratando de impedir que la niña sufriera al verlo comer, se giró sobre sí mismo, dándole espalda, y volvió a centrar su atención en la comida, sin caer en la cuenta de que, de aquel modo, la crueldad podría resultar doble. La niña no tardó en volver a ponerse delante, pero sonreía, convencida de que Sigfrido bromeaba.

—Anda, dame un trozo —dijo divertida mientras extendía la mano en un claro gesto de petición.

   Sigfrido, sintiéndose lento y torpe, dejó escapar un suspiro, luego miró a Lúcida y le ofreció lo que restaba de carne. La niña tomó un pedazo y comenzó a comerlo mientras se sentaba junto a él y apoyaba la cabeza en el brazo de Sigfrido, que sintió una extraña pero agradable sensación recorrerle el cuerpo.

   Lejos de allí, en algún lugar del mismo camino por el que Lúcida y Sigfrido viajaban, un gordo mercader se afanaba en reparar una de las ruedas del carro donde transportaba sus mercancías. Era tal su empeño que no oyó la multitud de pasos que con lentitud y torpeza se acercaban por detrás. Fue la inquietud de sus animales de tiro la que le hizo reparar en la complicada situación en que se encontraba. Los caballos, asustados, echaron a correr enloquecidos rompiendo del todo la rueda averiada. El aterrado mercader, viéndose perdido, trató de huir de lo que se le venía encima, pero sus piernas eran demasiado cortas, incapaces de dar una zancada mayor que la de una hormiga, como él solía decir. Sufrió un final tan lento y horrible como su propia forma de correr, quizás porque a la muerte le molestó su insistencia por retrasar su ineludible cita. Finalmente, los pobres animales, incapaces de seguir tirando por más tiempo del carro averiado al que estaban cautivos, tuvieron la desgracia de correr la misma suerte que su amo.

   Berto Monedamía, que así se llamaba el infeliz, había tomado su última cerveza en 'La Penúltima' días atrás, mientras contaba a Sigfrido su intención de marcharse de aquellas tierras, las mismas que le vieron morir, que no nacer. "Devora a la competencia antes de que ella te devore a ti", era su lema, que demostró ser, al menos en cierto modo, desafortunadamente apropiado para sus últimos momentos.

   Imagen extraída de www.pzc-pics.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder dedicarle una más que merecida reseña, o retirarla si así lo prefiriera.


miércoles, 23 de septiembre de 2015

10. Lúcida Menteclara.

   Sigfrido no salía de su asombro. ¿De dónde Diablos había salido aquella mocosa? ¿Y cómo es que no se había dado cuenta de que lo seguía tan de cerca? No quería pensar en lo que podría haber pasado si se hubiese tratado de un ladrón sin escrúpulos. Tendría que extremar las precauciones y andar menos distraído si no quería llevarse más sustos como aquel.—¿De dónde sales tú, pequeña? —preguntó a la niña con amabilidad, tratando de ocultar el tremendo fastidio que aquella inesperada situación le producía—. Tu hermano y yo te buscamos por todas partes.

—¿Y dónde está mi hermano? —preguntó la niña a su vez.

   Sigfrido, entendiendo que la pérdida de su hermano debía suponer un duro golpe para la chiquilla, decidió contar lo sucedido, olvidando mencionar, eso sí, cualquier detalle que pudiera dejarle en mal lugar. Lo que significaba callar muchas cosas, tantas, que incluso el propio Sigfrido se sorprendió. Trató, eso sí, de magnificar los actos de Alonso, pero fue incapaz, pues el heroísmo del muchacho fue tal que poco podía añadirse a lo que había hecho.

—Nunca he visto a nadie pelear como lo hizo tu hermano. Es digno merecedor de una canción de gesta—terminó diciendo, sincero.

   Luego de un extraño momento de silencio, durante el cual la pequeña no dejó de mirar fijamente a los ojos de Sigfrido, algo que puso bastante nervioso a éste, la niña decidió relatar sus aventuras. Al parecer, su gusto por salir de noche a escondidas de sus padres no era algo nuevo. Para Lúcida Menteclara, que así se llamaba la cría, la sensación de jugar bajo un cielo estrellado no tenía igual. Primero se dejaba llevar hasta la pequeña arboleda que había frente a la posada, donde los propios árboles parecían recibirla complacidos por su visita. A Lúcida le parecía que aprovechaban el ruido producido por la ligera brisa al mecer sus ramas cargadas de hojas para susurrarse cosas los unos a los otros. "¿Has visto lo hermosa que viene esta noche?", le gustaba pensar que decían. Después de pasear entre los magníficos árboles, se dirigía feliz al cementerio, donde siempre dedicaba palabras cariñosas a los que allí yacían. Luego, cantaba y bailaba entre las tumbas hasta caer rendida. "Debían sentirse tan solos y abandonados, tan olvidados", prosiguió contando. "Pero esta noche, por alguna razón, sucedió algo terrible; los muertos despertaron y abandonaron sus tumbas enfurecidos. No se parecían en nada a las personas que yo imaginaba que debían ser cuando vivían, aun aquellos que conocía, sino seres monstruosos. Asustada, tuve que esconderme y guardar silencio. Crucé los dedos para que me diera suerte, y así estuve hasta que te vi pasar y decidí seguirte".

—¿Y qué pasa con tus padres? —preguntó Sigfrido.

—¿Es que no me llevas con ellos? He pensado que estarían a salvo en otro lugar. La posada no es segura con esos monstruos tan cerca.

   Sigfrido frunció el ceño desconcertado.

—Claro, mi bella Lúcida, que te llevo con tus padres. Sólo espero que no se hayan extraviado —dijo, ignorando la suerte que pudiesen haber corrido éstos, más aún su paradero.

   Y así fue que, contra todo pronóstico, Sigfrido encontró compañía, aunque no quizás la que quería. De nuevo, el destino el buen camino le proponía. De lo que haría más adelante, ya se vería.

   Mientras tanto, en la posada, una multitud de muertos vivientes se agolpaban en torno a ésta. Tras mucho golpear y empujar, la puerta acabó hecha pedazos, dejando paso a aquel torrente de maldad. Los gritos desesperados del posadero y su mujer no fueron escuchados por nadie. Estaban condenados a sufrir un desagradable y doloroso final a manos de esas terribles criaturas. "Ni siquiera se molestan en sazonarnos antes de tragarnos", fue el último pensamiento del posadero, que siempre había disfrutado de un peculiar sentido del humor, incluso en un momento como aquel.

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domingo, 20 de septiembre de 2015

9. Cayendo bajo.

   Sigfrido tenía sobrados motivos para lamentarse, se suponía que Alonso y toda la carne que había llevado encima, y de la que apenas quedaba algún resto, tendrían que haber servido para atraer sobre éste la atención de todos los muertos vivientes que pululaban por los alrededores. ¿Para qué, si no, le había dicho que armara tanto alboroto al entrar en el cementerio? Así, mientras el estúpido grandullón servía de distracción, él podría moverse con total libertad por donde quisiera hasta encontrar a la niña,si es que ésta seguía aún con vida. Pero los acontecimientos no se desarrollaron según lo previsto. De hecho, fue él mismo el que echó por tierra su propio plan al salir huyendo de aquel zombi al que, justo en ese momento, Alonso destrozaba la cabeza con un formidable golpe. Y es que, el hijo mayor del matrimonio que regentaba 'La Penúltima', se estaba destapando como un formidable combatiente. Repartía mamporros a diestro y siniestro de manera incansable, quebrando huesos por aquí y también por allá. Eran muchos los muertos que caían a sus pies para permanecer inmóviles hasta el fin de los tiempos. Y Alonso parecía estar descubriendo que hacer daño era algo que se le daba a las mil maravillas. "Está disfrutando", pensó Sigfrido mientras lo contemplaba luchar, maravillado por la infinita gama de golpes que el muchacho atesoraba. Y vaya golpes. Magníficos. imparables. Absolutamente demoledores para quien los recibía. Él, sin embargo, hacía un uso de la espada bastante alejado de lo que se espera de un guerrero del calado que Alonso y sus padres le otorgaban, aunque se cuidaba mucho de no hacerlo a la vista de éste, situándose detrás, con la espalda cubierta por una enorme cripta hasta la que habían logrado recular, y encargándose de las criaturas que lograban flanquear a su compañero de fatigas. "¡Toma ésto! ¡Y ésto!", exclamaba una y otra vez con el tono que imaginaba debía tener un guerrero experimentado, tuviese o no un enemigo al que dar matarile. Sí, fueron muchas las ocasiones en las que Sigfrido se vio gritando amenazas a un enemigo ficticio. De esa forma, esperaba seguir manteniendo la fama de héroe que tan inmerecidamente le había sido dada. No había razón para perderla, después de todo.

   Fue entonces que tuvo una idea digna de alguien como él, lo que es apuntar muy bajo, todo sea dicho.

—Alonso, he visto a tu hermana ocultarse tras esas lápidas de allí —mintió como el bellaco que era, al tiempo que señalaba en la dirección donde, por circunstancias muy favorables para sus propios intereses, no había ningún muerto viviente, estando casi todos agolpados frente al bravo Alonso, al que trataban en vano de derribar—. No dejes que pasen. Voy a por ella.

   Alonso asintió tras mirarlo fugazmente. Su rostro mostraba un profundo y sincero agradecimiento hacia Sigfrido. Apreciaba el esfuerzo de éste por querer salvar a su hermana. Luego, volvió su atención sobre las monstruosas criaturas, y, con un nuevo grito de guerra, retomó la acción con incuestionable dedicación, aunque ya empezaba a mostrar los primeros síntomas de cansancio.

   Sigfrido no lo dudó un instante y corrió lejos de allí con la firme intención de encontrar a la hermana de Alonso. Aquella era la mejor manera que se le ocurría para retomar su plan original, al menos desde el punto en que Alonso servía de distracción a los incansables zombis mientras él se dedicaba por entero a buscar a la pequeña. Al verse perdido entre tanta tumba, Sigfrido pensó que aquel cementerio no debía ser tan pequeño como afirmaba el posadero. "Este lugar no parece tener fin", se lamentó para sus adentros.

   Algo le hizo detenerse de pronto. De soslayo, mientras corría, le había parecido ver a una bella mujer toda ella vestida de blanco, que lo miraba con severidad, como si le reprochara algo. Iluminó el lugar con la antorcha un instante, pero no había nada allí, sólo una impenetrable oscuridad. Estuvo tentado de acercarse más y echar un vistazo más detenidamente, pero descartó la idea de inmediato. "Es este lugar. Es el miedo", pensó.

   Sí, el miedo, el amor a la vida propia, en algunos casos como el suyo muy por encima de la vida de los demás. ¿Qué hacía allí, poniendo en peligro su valiosa existencia? Alonso, bravo como un león, había nacido, sin duda, para darle a él la posibilidad de seguir viviendo. Aquel era el momento preciso en que habría de decidir qué hacer: si seguir con el rescate de la niña aun a riesgo de su propia seguridad, algo digno de héroes, sólo de ellos; o abandonar la búsqueda y pensar en sí mismo, que, en resumidas cuentas, es lo que venía haciendo desde siempre.

   Decidió irse. Sí, se iría de inmediato. No soportaba estar allí ni un minuto más. Lo sentía por Alonso. Lo sentía por el matrimonio de posaderos. Lo sentía por la pobre chiquilla. Por todos ellos lo sentía. De veras que lo sentía. Y así fue que se marchó cabizbajo, sin despedirse, convencido de que, a fin de cuentas, era una rata, y las ratas, al menos las que caminan sobre dos piernas, actuan así.

   Un grito de dolor y de espanto se oyó en la distancia, seguido de un llanto desconsolado e incontables lamentos, cada vez más débiles, más apagados. Era la inconfundible voz de Alonso, que parecía anunciar de esa forma su desgraciado final. Sigfrido estuvo a punto de taparse los oídos, pero no lo hizo, se obligó a escuchar el sufrimiento que otorga la muerte cuando ésta llega con crueldad. No podía permitirse olvidar aquello. En absoluto.

   Sus pasos se encaminaron en un principio a la posada, pero se lo pensó mejor y varió el rumbo hacia cualquier otra parte; algún lugar lejos de allí.

   Ya amanecía cuando una voz familiar habló tras él:

—¿Es que no piensas parar nunca? —dijo la voz de la niña.

   Sigfrido casi se desmaya del susto.

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viernes, 18 de septiembre de 2015

8. Un feliz encuentro.

  Alonso no entendía muy bien por qué Sigfrido insistía en ponerle toda aquella carne cruda por encima, pero le parecía que debía formar parte de alguna especie de plan, así que se dejó hacer mientras ponía toda la atención en lo que éste le decía. ¿Cómo negarse a cooperar con la única persona que se mostraba amable con él desde que tenía memoria?   Una vez estuvo todo listo, Alonso, siguiendo las instrucciones recibidas, echó a correr hacia el cementerio mientras gritaba como un poseso. "Arma todo el jaleo que puedas", le había dicho Sigfrido. Y vaya si lo haría. Era grande y patoso, si algo se le daba bien, eso era armar ruido.

   La oscuridad le daba miedo, tanto, que una parte de él le pedía que se marchara a casa. Pero no lo haría, quería que Sigfrido viera lo valiente que podía ser. Sí, aquellas historias que le contaba mientras él trabajaba eran fabulosas, y anhelaba tener aventuras y enfrentarse al mal. Y ya de paso, rescatar a su hermana, claro.

   Unos lastimosos quejidos, que ponían la piel de gallina, y que venían de muchas partes a la vez, se alzaron como respuesta al tumulto que iba organizando por donde pasaba. De súbito, Alonso vio a una mujer de tez extremadamente pálida que lo miraba con unos profundos ojos negros. Sus cabellos, también negros, caían a lo largo de su espalda hasta llegar a la cintura. Un vestido blanco, casi resplandeciente a la luz de las antorchas, la cubría desde los hombros hasta los pies desnudos. Y poseía una belleza sin igual, casi imposible. La mujer le sonrió, luego se inclinó sobre una tumba y susurró en el suelo unas palabras que el joven no pudo oír. Después echó a correr y se perdió en las tinieblas. Alonso, hipnotizado, quiso correr tras ella, pero la noche parecía ahora más oscura, más aterradora. Se detuvo sobre la misma tumba donde había estado la extraña y miró al suelo. No percibió nada extraño, hasta que la tierra empezó a agitarse bajo sus pies y fue abriéndose un gran agujero. Un brazo amenazante emergió de repente, haciendo caer al sorprendido muchacho, que volvió a gritar, pero esta vez de espanto. Cuando Alonso logró ponerse en pie, conmocionado, ya tenía encima al primer muerto, que trató de aferrarse a él. Sus fauces se cerraron sobre el trozo de carne que tenía más cerca. Otro llegó tras él, y otro más. Mientras tanto, en la tumba de donde había asomado el horrible brazo, un muerto acababa de aparecer, y también él se encaminó hacia Alonso, que aterrado, contemplaba cómo aquellos monstruos devoraban toda la carne que le cubría. De seguir así, pronto sería la suya la que estarían masticando. Acabaría siendo comido, para su horror.

   No. No podía permitirlo. Debía luchar. Era grande y fuerte, todos lo decían. Él mismo lo sabía. Era lo único de lo que podía estar orgulloso, aunque no pudiera contárselo a nadie. Sí, lucharía todo cuanto pudiese.

   Su decisión llegó justo a tiempo, pues apenas quedaban trozos de carne cruda colgando de su cuerpo. Se revolvió como un jabato al tiempo que lanzaba un tremendo grito de rabia y comenzó a dar golpes cargados de una furia animal. Entonces oyó la voz de Sigfrido, el gran guerrero, que le anunciaba su pronta llegada. Sí, estaba salvado, sin duda.

   Uno de aquellos monstruos, el que había salido de la tumba, se acercó a él. Alonso lo recibió dándole con una de las antorchas en la cabeza, dejándola incrustada en la misma, lo que fue posible dado el avanzado estado de descomposición de su repugnante rival, que comenzó a dar tumbos hasta caer inerte junto a la misma fosa de la que salió. Ya no volvería a levantarse.

   En ese mismo momento apareció Sigfrido, que se frenó en seco, visiblemente sorprendido por la escena que ante él tenía. Alonso, al verle, no pudo disimular su inmensa alegría, y a pesar de encontrarse rodeado de enemigos, corrió hasta donde éste estaba, abrazándolo con tanta fuerza que casi lo parte por la mitad.

—¡Ahora no! ¡Ahora no! —gritó Sigfrido desesperado, pues los muertos vivientes se acercaban.

   Estaban rodeados.

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jueves, 17 de septiembre de 2015

7. Caminando entre muertos.

   Sigfrido avanzaba en la negrura con la lentitud propia de quien se dirige a un lugar al que en absoluto quiere llegar. Tenía el alma en vilo, y estaba atento a todo lo que pudiera acontecer, incluso a lo que su imaginación añadía a la ya de por sí nefasta realidad, lo que le costó más de un susto innecesario. "Eres un idiota, Sigfrido", se reprochaba a sí mismo cada vez que eso ocurría.

   Fue entonces que las primeras lápidas asomaron a la débil luz de la antorcha, que apenas era capaz de alejar la oscuridad, y la visión de las mismas hizo que los enclenques cimientos sobre los que se edificaba la hombría de Sigfrido se estremecieran de un modo más que notable. Su respiración comenzó a volverse más pesada, y los latidos de su corazón se aceleraron hasta alcanzar una velocidad que escapa a toda comprensión. Quedó inmóvil, incapaz de dar un paso más, ya fuese hacia atrás o hacia delante, pues lo que veía bien que era preocupante. Había agujeros junto a algunas lápidas que llegaban hasta los propios ataúdes, cuyas cubiertas, ya podridas, habían sido rotas desde dentro, al parecer. Por más que miró, cosa que le llevó un gran esfuerzo, Sigfrido no logró encontrar restos de cadáveres en el interior de los mismos. Quizás por esto, comenzó a balbucear aun sin pretenderlo.   Unos pasos lentos y pesados se oyeron tras él. Alguien o algo se acercaba. Un lastimoso gemido, algo similar a la queja de un moribundo que lleva demasiado tiempo a las puertas de la muerte, brotó de una garganta que no parecía de este mundo. Sigfrido sintió cómo se le erizaba la piel. Tal era su estado de nerviosismo que ni siquiera percibió el mal olor.

—¿Alonso? —logró murmurar a duras penas.
   Una mano lo aferró desde detrás y dio un fuerte tirón de él. Sigfrido intentó librarse de aquel inesperado agarrón, pero fue incapaz de resistirse a una fuerza tan formidable, por lo que acabó en el suelo, a los pies de un ser abominable que lo contemplaba con unos ojos fríos como el hielo y que poseía un rostro descarnado y grotesco, que parecía haber salido de una horrible pesadilla. Entonces mostró sus fauces abiertas y las acercó a Sigfrido, que adivinó de inmediato que aquel horror no pretendía ni mucho menos susurrarle ningún secreto al oído, sino morder y tragar hasta el último trozo de carne de su cuerpo.

   Un grito de puro terror como nunca antes se había oído por aquellos lares explotó en la garganta de Sigfrido. Ni siquiera una mujer, mucho menos un niño, habrían igualado un registro tan alto. De cantar en un coro, a pesar de ser hombre, no cabe duda de que Sigfrido habría pasado con facilidad, aun para los más cualificados expertos en la materia, por una muy digna soprano ligera.

   Presa de los nervios, y a punto de serlo también de aquel monstruo, que en un momento más amable en el pasado debió ser un hombre, incluso buena persona, Sigfrido comenzó a golpear con brazos y piernas, olvidando que aún empuñaba la vieja espada oxidada en una mano y sostenía la antorcha en la otra. Al fin, en un movimiento afortunado, acertó a dar un par de mamporros que hicieron retroceder a aquella abominación, lo cual aprovechó para ponerse en pie y salir corriendo en cualquier dirección mientras no paraba de gritar, enloquecido por el terror más absoluto.

   De súbito, una voz colérica se elevó desde alguna parte del cementerio; la del buen Alonso. Luego se oyó un fuerte golpe, y otro, y otro más. ¿Qué demonios estaba ocurriendo allí, donde quiera que fuese?

   En algún lugar de la mente de Sigfrido volvió a brotar la débil llama de la cordura, y éste supuso que el fornido hijo del posadero, al que había dado por muerto, se debía estar defendiendo con uñas y dientes de aquellos monstruos. Alonso seguía vivo.
    De repente, supo lo que tenía que hacer.

—¡Alonso! ¡Amigo mío! —gritó— ¡No desesperes, que ya voy!
   Y así fue que Sigfrido dirigió sus pasos apresuradamente hacia el lugar de donde venían aquellos ruidos.

   Imagen extraída de www.taringa.net Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.



lunes, 14 de septiembre de 2015

6. Un asunto propio de héroes.

  Cuando Sigfrido abrió los ojos en mitad de la noche a causa de los golpes que recibía la puerta de su habitación, supuso que en cuanto abriera la misma estaría dejando pasar algún problema que acabaría lamentando profundamente. Sopesó la posibilidad de fingir su propia ausencia, pero la insistencia de quien quiera que fuese el que estuviera al otro lado le hizo saber que no serviría de nada. "Mi hija no ha vuelto aún", le dijo el posadero desesperado, creándole un compromiso que en absoluto deseaba afrontar, menos aún en aquellas horas, cuando un manto de impenetrable oscuridad lo cubría todo. Pero la situación empeoró aún más cuando le fue comunicado que el rastro de la chiquilla se perdía justo a la entrada de un cementerio cercano, donde, para más inri, habían sido visto algunos de esos malditos muertos vivientes de los que la gente no hacía más que hablar con una preocupación que iba en aumento a cada día que pasaba.—¿Cómo que hay un cementerio cerca? ¿Dónde y por qué no se me dijo a su debido tiempo? ¿Y quién diablos ha visto a esos malditos muertos vivientes por aquí? —preguntó atropelladamente Sigfrido, que comenzaba a sentir los desagradables efectos de un miedo al que apenas podía resistirse. 

—En la arboleda que hay al otro lado del camino, junto al arroyo donde mi hija os encontró. Allí hay un cementerio donde son enterrados los habitantes de estos parajes cuando fallecen —respondió el posadero.

—¿Y qué hay de esos muertos?

   El posadero carraspeó antes de hablar.

—He oído las voces alarmadas de algunos vecinos al pasar. Decían que unos seres monstruosos pululaban cerca del cementerio, junto a su humilde morada. Es una familia de leñadores. Fueron los que vieron a la niña al huir.

—¿Y cómo es que no fueron por ella?

—No puedo culparlos, al fin y al cabo no son más que leñadores y se trata de un asunto propio de héroes, si me entendéis.

   ¿Que si lo entendía? Desde luego que lo entendía. Demasiado bien. Por suerte, el imponente aunque corto de entendederas hijo del posadero acompañaría a Sigfrido por propia voluntad, a pesar de los esfuerzos de su madre por hacerle ver que sólo un estúpido haría tal cosa, lo que produjo un incómodo silencio entre los presentes. Pero el muchacho parecía dispuesto a ofrecer toda la ayuda posible al que todos allí daban equívocamente por un héroe de incontestable valor.

  A Sigfrido, la idea de ir acompañado, aunque fuese por una especie de idiota, tal como veía a Alonso, lo consolaba más que la perspectiva de verse solo en aquella necrópolis habitada por muertos vivientes en busca de una niña que, de seguir aún con vida cuando diera con ella, si es que eso sucedía, tendría que dar muchas explicaciones acerca de esa costumbre suya de extraviarse en mitad de la noche mientras todos dormían. 

   Una sola cosa pidió al posadero y su mujer, la cual estaba muda por la angustia, toda la carne cruda que pudiesen reunir en la despensa, pues si eran ciertas las cosas que había escuchado sobre esos zombis, podría ser su única esperanza de salir ileso de la empresa que se disponía a acometer. Claro está, también cabía la posibilidad de escapar en cualquier dirección en cuanto le fuera posible, pero aún le quedaba un mínimo del sentido de la justicia, por decirlo de alguna manera, y se sentía en deuda con aquella chiquilla por haberlo llevado a la posada de sus padres, donde tan bien había sido tratado a costa de sus mentiras, mentiras que, dicho sea de paso, le estaban metiendo en un lío del que no sabía cómo salir airoso. Cuando los posaderos le hicieron entrega de la carne que pidió, se le ocurrió que también le vendrían muy a mano un carrete de hilo y una aguja, además de algo de melaza. "La más pegajosa que tengáis", les dijo al apenado matrimonio, que no tardó en revolver nuevamente entre sus pertenencias. Una vez satisfechas sus peticiones, Sigfrido se despidió de sus anfitriones y marchó junto al joven e imponente mozo de cuadras, que no parecía muy capaz de resolver aun las cuestiones más sencillas, no tardando ambos en internarse en la inquietante oscuridad con ayuda de unas prácticas antorchas que apenas iluminaban un estrecho diámetro en torno a ellos. 

   Una vez a las puertas del cementerio, Sigfrido buscó refugio entre unos árboles y convenció sin apenas esfuerzo al inocente muchacho para que se dejara embadurnar todo el cuerpo con la melaza que le dieran los padres de éste. A continuación, enhebró el hilo a la aguja y cosió toda la carne a lo largo y ancho de la indumentaria de Alonso Menteclara, que así se llamaba el joven —aunque alguien malintencionado lo había apodado Cortoperofornido, mote que, desgraciadamente, cobró gran fama entre la mayoría de parroquianos—, al tiempo que le aseguraba que estaba a punto de convertirse en uno de los más grandes héroes de la historia. Por supuesto, la operación le llevó varios minutos, tras los cuales, le dijo: "Ahora, entra ahí armando todo el jaleo que puedas y no te detengas por nada del mundo. No pares de correr veas lo que veas".
Y así fue como lo hizo el buen Alonso, todo buenas intenciones, correr hacia el camposanto y gritar como un descosido mientras empuñaba una antorcha en cada mano. No tardaron en oírse otras voces, lamentos que ponían la piel de gallina, que parecían responder al grito del muchacho. Sigfrido necesitó un tiempo hasta reunir el valor necesario y dar el primer paso hacia el cementerio. En la diestra empuñaba la vieja espada oxidada que le diera el posadero, en la zurda la antorcha de la que se valía para no quedarse a ciegas. En la distancia, Alonso dejó escapar un desgarrador grito de terror. "Hasta un estúpido sabe reconocer a la muerte cuando la ve", pensó Sigfrido sintiendo un escalofrío y, por qué no decirlo, también un poco de compasión por el muchacho.

   Imagen extraída de www.shakkara.blogia.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.


5. Extraños rumores.

   Durante el desayuno, donde por cierto no faltó de nada, Sigfrido recibió ciertas preguntas comprometedoras que, por supuesto, debieron ser respondidas del modo más adecuado a ojos del interpelado, lo cual implicaba no ser demasiado fiel a la realidad. Los problemas podrían haber empezado con la pregunta "¿cómo es que perdisteis vuestra espada?", pero, tras un momento de silencio, Sigfrido logró esbozar una historia más o menos coherente en la que se enfrentaba a una banda de, ni más ni menos, siete forajidos, a cual más cruel y sádico. Mientras se adornaba con los detalles, no podía dejar de pensar en sí mismo mientras huía del campo de batalla como el cobarde que era, algo que, por supuesto, se cuidaría de mantener en el más extricto secreto. "Tras un combate tan horriblemente complicado, mi espada acabó quebrándose en el mismo momento en que era hundida en las entrañas del último de los enemigos", terminó contando entusiasmado. Y así, de esa forma, no sólo aclaró la ausencia del arma, sino que todos comprendieron la causa por la que las ropas que vestía presentaban un aspecto tan lamentable. Entonces, la mujer del posadero se ofreció para lavar su indumentaria con tal insistencia que a Sigfrido no le quedó otra que subir a su habitación y vestirse con algunas prendas que le prestó el marido de ésta. "A mí ya no me entra, pero a vos os vendrá como anillo al dedo", le dijo complaciente.   A lo largo de la mañana, algunos de los viajeros que frecuentaban el camino que pasaba junto a la posada se detenían en la misma a calmar la sed y pedir cuidados para sus animales, de lo cual se encargaba un alto y fornido muchacho de cortas luces hasta alcanzar la propia oscuridad, también hijo de los posaderos. Algunos de aquellos viajeros, la mayoría mercaderes, hablaban de muchas cosas que a Sigfrido bien poco decían, otros comentaban sobre la guerra que asolaba aquellas tierras y de la que Sigfrido, como desertor, algo sabía, pero todos coincidían en un extraño y oscuro rumor bastante difícil de creer.

   Los días fueron sucediéndose. Sigfrido, bastante cómodo en su posición de respetable protector de la posada y la familia que la regentaba a cambio de hospedaje no tenía intención de marcharse. Allí era visto como alguien importante; un héroe, sobre todo por el hijo del posadero, que apenas sí podía pronunciar alguna palabra que pudiera entenderse con claridad, sólo balbuceos. Sigfrido solía pasar bastante tiempo con él, inventando historias inverosímiles donde siempre salía victorioso y que hacían las delicias del pobre muchacho. Sí, allí era feliz a cambio de prácticamente nada.

   Sin embargo, algo enturbiaba aquel sentimiento maravilloso. De repente, todos aquellos viajeros habían dejado de hablar de cualquier asunto que no tratase sobre muertos que volvían a la vida y que caminaban en busca de vivos a los que devorar. "Hay quien dice que se trata de una venganza de los dioses. Alguien debió colmar su paciencia con algún acto miserable y ruin", dijo un viejo mercader de generosa panza y piernas tan cortas como las patas de un taburete mal fabricado al tiempo que degustaba una cerveza con más prisa que calma. "No sé qué habrá de cierto en toda esta historia, pero no pienso quedarme para averiguarlo. Primero esta guerra, ahora muertos que caminan. Será mi ruina si me quedo, y puede que incluso mi muerte, si esos monstruos existen. ¿A quién piensas que tratarían de morder antes esos monstruos: a un viejo gordo como yo cuya zancada apenas compite con el paso de una hormiga, o a una vieja mendiga desnutrida a la que sólo pueden arrancarle la piel y quizás algunas gotas de sangre? No, no pienso correr ese riesgo. En absoluto", volvió a decir. Y cuando acabó la cerveza, el viejo mercader se marchó para siempre. Nadie volvería a verlo con vida, al menos nadie de los allí presentes.

   Sigfrido no tomó aquellas palabras demasiado en serio, aunque tampoco las olvidó. Estaba deseando que llegara la hora del almuerzo. Aquel día habría berzas, y aunque le provocaban unos gases terribles, no tendría piedad con ellas.

   Alguien pasó rápidamente a su lado, la niña, que salía fuera a jugar.

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domingo, 13 de septiembre de 2015

4. Pan y vino.

   Al principio, Sigfrido no supo muy bien qué estaba pasando. ¿Qué diablos hacía dormido a la intemperie junto a un arroyo? ¿Y qué hacía una niña a esas horas de la noche fuera de casa, en mitad del monte? Se frotó los ojos y fijó la vista, descubriendo en la negrura que la niña extendía sus manos hacia él ofreciéndole un trozo de pan en una mano y una jarra con algo de vino en la otra, y que lo que le pareció un gemido o un lamento eran en realidad palabras dirigidas hacia él.—Bebed y comed, señor, que os hará bien —volvió a decir la chiquilla, que se mostraba paciente y respetuosa.

   Sigfrido, hambriento como estaba, no dudó en dar buena cuenta del trozo de pan que la niña le ofrecía, el cual le supo a poco. Y aunque ya hubo calmado la sed en el arroyo antes de caer en las redes del sueño, aceptó la jarra de vino de buen grado, el cual bebió presuroso en un principio, y con más calma al final, pues se le ocurrió que, quizás, podrían pasar muchos días antes de volver a probar aquel delicioso néctar de los dioses. Sí, debía saborear aquella maravilla sin prisas, guardando cada instante en su memoria. Al acabar la jarra tuvo ganas de llorar, pero se rehizo al instante y devolvió la misma a la niña con sentida gratitud.

  La chiquilla, que quizás tendría diez años, invitó a Sigfrido a seguirla, cosa que éste hizo en silencio. Los recuerdos de aquel extraño tumulto en la batalla mientras huía le golpearon entonces. "Aquellos gritos", pensó. "Aquellos horribles gritos".

   La niña lo guió hacia el interior de una pequeña arboleda, la cual dejaron atrás luego de dar unos cien pasos. A Sigfrido le fascinó la facilidad de la pequeña para caminar en la noche sin la ayuda de ninguna luz y no tropezar, cosa que él sí hizo en varias ocasiones, dejando escapar una maldición cada vez que eso ocurría. La arboleda dio paso a un camino, y junto a éste se alzaba una vieja posada en cuyo interior, si se prestaba la suficiente atención, podía oírse algo de ruido, que no mucho. Un pequeño farolillo iluminaba con timidez la entrada, y su luz permitía leer un descuidado letrero cuya leyenda rezaba: "Los regentes de 'La Penúltima' hacen saber: Al que viene y al que vino, que si no eses a por vino no se viene". Sigfrido, al leer aquello, no supo muy bien qué pensar, pero decidió ahorrarse la pregunta, ya que, en ocasiones, las explicaciones que desvelan ciertos misterios resultan decepcionantes.

   Fue recibido con cierta desconfianza, dadas las horas y su indumentaria, por el matrimonio que regentaba la venta, que no contaba en ese momento con ningún parroquiano, y que resultaron ser los padres de la niña, que debió dar varias explicaciones sobre su ausencia en el lecho y su aventura nocturna en pos de llevar pan y vino al guerrero que dormía en el arroyo, al que había visto esa misma tarde mientras jugaba, y sobre el que nada dijo por temor a ser reñida por inventar historias. El posadero regañó a su hija, instándola a que no volviera a cometer un acto tan irresponsable. Luego se dirigió a Sigfrido, al que ofreció una habitación para que pasara allí la noche, ofrecimiento que éste no tuvo el más mínimo pudor en aceptar con todo descaro. Sin embargo, al posadero y su mujer no pareció importarles en absoluto que aquel guerrero pudiera parecer algo fresco, por decirlo de alguna manera. De súbito, la posadera se ausentó brevemente, mientras su marido se perdía en absurdas explicaciones que no parecían interesar ni siquiera a él mismo, para reaparecer portando una vieja espada oxidada, junto a su cinto y su vaina, que ofreció a Sigfrido sin ninguna reserva. "Aquí no os faltará de nada", dijo. El modo en que fue dicha aquella frase albergaba muchos significados, demasiados, quizás.

   Sigfrido tomó la espada entre sus manos y, luego de contemplarla disimulando una admiración que estaba lejos de sentir, se despidió agradecido del interesado matrimonio. "Podéis quedaros tanto como gustéis, vuestra presencia es pago más que suficiente. Pensadlo", escuchó decir al posadero cuando cerraba.

   Dejó la vieja espada apoyada en la pared y, tras desprenderse de la pesada e incómoda cota de mallas, se dejó caer en la cama, la cual le supo a gloria. "No, aquí no hay crueles piedras que se claven en la espalda", fue su último pensamiento.

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lunes, 7 de septiembre de 2015

3. Poniendo pies en polvorosa.


   Sigfrido corría con toda su alma, decidido a no detenerse hasta agotar sus fuerzas, pero no en la dirección donde estaba el enemigo, sino en la contraria, que es donde su instinto le decía que tendría más posibilidades de vivir, aunque sólo fuese un día más. La matanza que ocurría tras él no era precisamente de su agrado, menos aún la perspectiva de sufrir la desgracia de resultar herido o incluso muerto. Fue entonces, justo cuando tenía aquel pensamiento, que el fragor de la batalla alcanzaba su punto más álgido. Pero aquellos gritos que oía no eran como los típicos alaridos de guerra a los que empezaba a estar acostumbrado, llenos de brabuconadas que no servían más que para ocultar el miedo a ojos del enemigo y los propios compañeros. Parecían distintos. Había algo en ellos que ponían los vellos de punta. Curioso y alarmado a la vez, Sigfrido se detuvo para mirar, pero se encontraba a demasiada distancia como para ver y oír con claridad y poder hacerse una idea medianamente precisa de lo que debía estar sucediendo. No obstante, tuvo un mal presentimiento, así que se dejó llevar por el sentido común y volvió a correr en la misma dirección en la que había estado haciéndolo hasta entonces. No sabría decir cómo ni por qué, pero, de repente, sintió la imperiosa necesidad de mover las piernas con mayor rapidez de lo que ya lo hiciera antes. Por alguna razón, tuvo la firme impresión que lo que sucedía tras él tenía mucho que ver con el infierno.

   La clave de que la huida de Sigfrido tuviese éxito estuvo en sus pantalones, que habían sufrido las desagradables consecuencias de un vientre demasiado sensible a las fuertes emociones, como las que se habían dado lugar en el anterior choque. En cuanto se hubo iniciado el avance del ejército —con el propósito de infringir una derrota total al maltrecho enemigo—, en el momento en el que Sigfrido y sus compañeros de armas cerraron filas, el muchacho advirtió que los que se encontraban más cercanos a él trataban de no estar tan juntos, dedicándole evidentes gestos de asco y quejándose continuamente por el hedor que éste desprendía. "¿Qué le ha pasado a tus pantalones?", llegó a preguntarle alguien con descaro. Lejos de molestarse por la marginación que estaba sufriendo, algo que ya imaginó que ocurriría, la aceptó de buen grado, pues podría venirle bien a la hora de llevar a cabo sus propósito de huir. No sólo se alejaban de él los que tenía a ambos lados, tampoco querían tenerlo delante aquellos que iban detrás, lo cual era más que comprensible, por lo que éstos le adelantaron apresurádamente, relegándolo al último lugar, donde tampoco recibió una calurosa bienvenida por parte de los que marchaban en la retaguardia. "¿Cómo pretendes que luche con ese insoportable olor golpeándome continuamente en la nariz?", le escupió alguien con cara de pocos amigos. Así que, entre unos que no lo querían, y él, que tampoco estaba dispuesto a dejarse querer, la situación se fue desarrollando de tal modo que acabó por verse avanzando completamente solo, con todos delante y nadie detrás, lo que le ofrecía una magnífica oportunidad para poner pies en polvorosa. Pero debía andarse con ojo, alguien podría verlo y acusarlo de desertor, lo cual era cierto y sería bastante difícil de desmentir, así que andó despacio hacia atrás sin perder de vista lo que tenía delante, hasta llegar a la posición donde había tenido lugar la primera refriega, donde el suelo estaba cubierto de cadáveres. Allí, simulando ser abatido por una especie de flecha invisible, se dejó caer pesadamente. Una vez en el suelo, tomó toda la sangre y las entrañas que pudo de los muertos que yacían junto a él y cubrió su cuerpo con ellas, permaneciendo después inmóvil, al menos, hasta que lo considerara oportuno y decidiera que había llegado el momento de emprender la fuga. Cuando ya llevaba un buen rato tirado entre tanto cadáver, aguantando el impulso de espantar a las moscas, que cada vez acudían en mayor número atraídas por la masacre, al igual que los buitres, que ya empezaban a llenar el cielo con esos temidos círculos que suelen trazar justo antes de darse un banquete con los despojos de los que antes de morir estuvieron vivos, el ruido de unos pasos que se acercaban a la carrera puso en guardia a Sigfrido, que estuvo a punto de perder los nervios. "¿Qué demonios ocurre? ¿Por qué no habré tenido la precaución de tener bien cerca la espada? ¡Soy un estúpido!", se dijo. Y no le faltaba razón; si se trataba de alguna suerte de saqueadores, esos malditos sanguinarios sin escrúpulos, sus días estaban contados. 

—¡Sigfrido! —llamó una voz nerviosa, la de Eladio Mentepoca, su fiel amigo—. ¡Dime, Sigfrido! ¿Dónde estás?

   "¡Eladio!", pensó Sigfrido alterado. "¿Cómo diablos... ?"
—¡Sigfrido!
—Aquí, mi buen Eladio, amigo —dijo al fin Sigfrido, procurando emplear un tono de voz que sonara similar al que, según él, debería tener un moribundo.
—¿Dónde? —preguntó desesperado Eladio.
—Aquí —respondió Sigfrido levantando el brazo. "Aquí, justo a tu lado, mentecato, que casi me pisas la cabeza hace un instante", pensó fastidiado.
   Eladio bajó la mirada. Al ver a Sigfrido en el suelo, cubierto de sangre y vísceras, ahogó un grito de espanto.
—Te vi caer a lo lejos, alcanzado por una flecha, que por cierto no veo —dijo, empezando a llorar—. Tampoco veo heridas y sin embargo te han destrozado. ¿Cómo es posible? ¿Y qué hacías aquí, tan lejos del combate?
   Sigfrido tragó saliva antes de responder. ¡Diablos! ¿Cómo explicar aquello? 
—No sabría explicarlo —se sinceró. 
—¡Brujería! Esto debe ser obra de algún brujo —dijo Eladio, ingenuo—. ¿Qué es ese olor nauseabundo?
—Es el de la muerte, supongo, que ya viene a por mí —mintió Sigfrido, que sabía perfectamente que el hedor del que se quejaba su amigo manaba de sus propios pantalones—. Me muero, Eladio.
—Dicen que el sanador del campamento es muy bueno, te llevaré ante él y así te pondrás bien —propuso el leal amigo, con la candidez y la ilusión propias de un niño.
—Déjalo, Eladio, no te fuerces —susurró Sigfrido con voz débil, como si estuviese a punto de perder el conocimiento de un momento a otro.
   Eladio decidió hacer oídos sordos a las palabras de Sigfrido, dispuesto a tomarlo entre sus brazos y cargar con él hasta el fin del mundo si era preciso, aunque en realidad bastaría hasta dar con el barbero, que era la principal ocupación del sanador al que había hecho referencia. Sólo cuando Sigfrido se mostró malhumorado, algo que le sorprendió dado el lamentablemente estado en que suponía que estaba, decidió dejarlo tal como lo había encontrado.
—¡Quiero morir en paz! ¿Es mucho pedir? Ve allí y mata a todos cuanto puedas, si eso te hace sentir mejor. ¡Mata a ese brujo del que hablaste, si es que existe! Véngame.
   Eladio miro a Sigfrido con los ojos arrasados en lágrimas.
—Así lo haré, amigo. Vengaré tu muerte —dijo decidido. Y tomando el arma con fuerza corrió presto hacia el combate, donde, para desgracia suya, fue abatido por un formidable hachazo en el cráneo en cuanto hubo llegado a la refriega. Ni tan siquiera pudo lanzar su grito de batalla: "¡Por Sigfrido!", cosa que habría hecho con orgullo.
   Mientras tanto, el propio Sigfrido, que acababa de cambiar sus mancillados pantalones por los de un muerto que tenía una complexión similar a la suya, emprendía la huida a toda carrera con el convencimiento de que tratar de convencer a Eladio de que lo acompañara habría sido del todo inútil. "Al menos me recordará como a un valiente caído en la batalla", se consoló a sí mismo, tratando así de enterrar a base de mentiras la inequívoca sensación de haberse comportado como un perfecto traidor indigno de toda confianza.
   Aquellos acontecimientos no pasaron desapercibidos a una de las muchas deidades que eran adoradas por la gente de aquellos lares, que, adoptando una forma invisible, gustaba de bajar al mundo de los mortales y disfrutar del espectáculo que ofrecían las batalla que con tanta frecuencia éstos libraban. Amigo de las grandes gestas, no veía con buenos ojos los actos viles y traidores, de lo cual hubo, y mucho, en aquel combate tan singular. Para horror suyo, tuvo que contemplar, entre otras cosas, como un guerrero señalaba detrás de su oponente con falso gesto de asombro y, aprovechando que el muy estúpido se volvía para averiguar de qué trataba el asunto en cuestión, acabó descargando su maza sobre la cabeza del desgraciado, que acabó cayendo con estrépito. "¡Qué forma tan absurda de perder la vida. Y qué manera tan vil y traicionera de arrebatarla", pensó el dios consternado. También hubo quien aseguró pertenecer al bando amigo aun llevando los colores del contrario, algo que justificaban dando hábiles explicaciones sobre actos de espionajes que exigían ciertas licencias, como esa de cambiar el uniforme. "Todo por una causa justa", dijo uno de ellos, que aprovechó la relajación de sus descuidados oponentes, que acabaron creyendo estar en el mismo bando cuando no era así, para rajarles la garganta en cuanto éstos le dieron la espalda o miraban a otra parte. Y otros muchos casos, a cual más ruin y mezquino. Quizás por eso, hastiado de tanta mentira y bajeza de las que había sido testigo presencial, al ver lo sucedido entre Eladio y Sigfrido, y cómo el primero perdió la vida creyendo buscar justa venganza por la muerte de aquél al que creía su amigo, que no había hecho más que tejer una red de mentiras para huir como el maldito cobarde que era del campo de batalla, la deidad acabó tan enfurecida que, sin buscar el consenso de los otros dioses, decidió dar un duro escarmiento a la humanidad, a la que consideraba la cuna de tanto mal en el mundo. Fue así que bajó al reino de los muertos, donde habitan las almas de los fallecidos, y tomó al espíritu de Eladio. "Ve y deja que mi odio guíe tus pasos, que otros, legiones, te seguirán a ti. Busca tu justa venganza", le dijo. No contento con eso, viajó también hasta los confines del séptimo averno, donde abrió una especie de cofre —algo bastante similar a la caja de Pandora, quizás la misma— donde eran guardados todos los males, liberandolos así con instrucciones precisas de fastidiar todo lo posible tanto a hombres como a mujeres, sin ningún tipo de excepciones. Desde luego, lo que este dios iracundo acababa de hacer no era lo establecido por la ley que los propios dioses habían creado, por lo que sus hermanos, al conocer los hechos desencadenados por éste, lo detuvieron primero y ajusticiaron después; condenándolo a ser encerrado durante eones en una oscura celda de algún universo paralelo y lejano. Pero aquellos dioses, que estaban lejos de la perfección que le otorgaban sus fervientes seguidores, no tardaron en pensar que, en el fondo, el cautivo tenía sobrados motivos para enojarse con los hombres, así que, por unanimidad, decidieron liberarlo y celebrar el feliz reencuentro con un gran banquete, donde no faltaron ni el vino, ni las hermosas doncellas para ellos, ni los viriles gimnastas para ellas, como es costumbre entre los dioses cada vez que festejan algo. De hecho, todos concluyeron que, quizás, habían tardado mucho en castigar a la humanidad, que hacía bastante tiempo venía mereciendo un escarmiento. "Todos abrimos contigo esa caja que guarda los males, hermano", proclamó uno de ellos alzando su copa, proponiendo así un brindis que fue aceptado con agrado por la totalidad de los presentes.  
   Mientras tanto, el espíritu de Eladio retornó a su cuerpo, que para asombro de todos volvió a la vida entre gemidos y lamentos imposibles. Se abrazó con fiereza al soldado que tenía más cerca, que lo miraba atontado sin saber qué hacer ni qué decir, y al que mordió en la garganta con una ferocidad difícil de describir. Ante una escena como aquella, tan desagradable como inesperada incluso en medio de una batalla, muchos, los que pudieron ver lo que ocurría, quedaron pasmados, otros, los más avispados, huyeron gritando como posesos. Eladio, o lo que antes fuera él, una vez acabado el cruel trabajo que iniciara hacía un momento, con la boca aún bañada en sangre, agarró a otro soldado, al que aplicó la misma medicina que al anterior, que, por cierto, comenzaba ya a moverse en busca de un corazón vivo al que obligar a dejar de latir a base de golpes y mordiscos, tal era la terrible maldición que empezaba a tomar forma. Y así fue como los soldados de ambos bandos dejaron de luchar entre sí para enfrentarse a aquellos monstruos salidos del mismísimo infierno. Lucharon como jabatos, lanzando gritos donde se mezclaban el miedo y el arrojo —que fue el clamor que provocó que Sigfrido se volviera mientras huía, justo cuando tuvo el mal presentimiento que le puso los vellos de punta—, pero no había forma de acabar con esos engendros diabólicos. Tal vez, si hubiesen estado más atentos y menos aterrorizados, lo cual no debe ser fácil en una situación como aquella, habrían descubierto que cuando aquellos monstruos eran golpeados en la cabeza con la suficiente fuerza no volvían a levantarse, pero no fue así, por lo que todos acabaron siendo mordidos y, por consiguiente, abatidos y maldecidos.
   Sigfrido corrió tanto como pudo, apenas se detuvo a descansar. Al llegar a orillas de un pequeño arroyo de aguas claras, sus fuerzas lo abandonaron. Sólo pudo refrescar su cara y calmar la sed. Luego, cayó en un inquieto sueño que duró horas. Un gemido lo despertó en mitad de la noche, una niña, que avanzaba con torpeza hacia él con los brazos extendidos.

   Imagen tomada de www.amodelcastillo.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor, por lo que agradecería cualquier referencia al mismo para poder así dedicarle una más que merecida reseña.



domingo, 6 de septiembre de 2015

2. ¡A las armas!

   Ocurrió hace muchos años, quizás demasiados, antes de que cierto brujo decidiera sembrar el terror en una tierra fértil de la que se había encaprichado y que era habitada por buena gente, y también por otros que aun siendo gente no eran tan buenos, que un impetuoso e insensato joven, aprovechando una repentina y cruenta guerra entre dos poderosos señores, que, aunque eran hermanos, también eran rivales que ansiaban gobernar en soledad la tierra que debieran administrar entre ambos —según los deseos de su difunto padre, mucho más razonable y magnánimo que ellos—, acabó alistándose en una de las facciones enfrentadas sin mostrar el menor interés por conocer la causa que en adelante defendería. Una decisión que en absoluto fue meditada un mínimo de tiempo y que respondía a un único fin; el de cubrirse de gloria hasta rozar el cielo en la mayor brevedad posible.

   Sigfrido, que así se llamaba el insensato joven protagonista de esta singular historia; de complexión atlética y más bien alto aunque no demasiado, con un rostro pálido ligeramente atractivo —si era juzgado con dulzura— donde convivían unos tristes ojos azules y una pintoresca perilla entre rubia y pelirroja, tal como era su encrespado cabello, apenas recibió una instrucción adecuada que le enseñara a manejar la espada y a embrazar el escudo con un mínimo de competencia. Pero, además de las armas, que no resultaron demasiado vistosas a su entender, que era más bien poco por no decir nada, había recibido un reluciente yelmo, una cota de mallas y un hermoso blasón que lucir en el pecho, y eso le pareció más que suficiente para creer que el mundo caería rendido a sus pies en cuanto se lo propusiera.

   ¿Qué pensarían sus padres si pudiesen verlo así vestido, como un valeroso guerrero armado hasta los dientes? De buena gana volvería a la humilde granja que éstos regentaban con gran esfuerzo y les haría saber lo que uno de sus hijos, el más pequeño y, según ellos, también el más irresponsable y egoísta, además de vago y algún que otro calificativo más, había logrado en un corto periodo de tiempo. Sin embargo, aquello exigiría un coste, el de explicarles las causas que le llevaron a abandonar el hogar sin dar explicación alguna, aprovechando la cobertura que le brindaba la noche, lo que acabaría degenerando en una pelea verbal en la que su madre, como era costumbre, resultaría claramente victoriosa por saber esgrimir el mango de la sartén con una maestría difícil de igualar. Casi se vio de nuevo echando de comer a las gallinas, todas ellas famélicas, mientras soportaba cabizbajo las burlas de sus hermanos. “Y el gran guerrero regresa a casa”, le pareció escuchar a uno de ellos con sorna.

   No, no volvería a la granja. Si su familia tenía que saber de él, lo haría a través de lo que los trovadores recitasen acerca de sus épicas hazañas, las que vendrían en el momento en que pusiese los pies en un campo de batalla.

   Sí, sería admirado por todos, aun por sus enemigos.

   Al fin, llegó el día en que el ejército al que pertenecía desde hacía relativamente poco emprendiera la marcha hacia el frente, siendo despedido con todos los honores por una multitud que, a pesar de los sonoros vítores, no parecía demasiado entusiasmada, un detalle éste que no escapó a los soldados más veteranos y recelosos, no así a Sigfrido, que se sintió henchido de felicidad y orgullo. "Volveremos victoriosos, sin duda", se dijo convencido para sus adentros.

   Los primeros encontronazos con el enemigo apenas gozaron de importancia, no participando el batallón de Sigfrido en ninguna de aquellas escaramuzas, que consistían en asaltar pequeñas torres de vigilancia y alguna que otra hacienda que mereciera ser saqueada, sin encontrar apenas resistencia, pero al entusiasta soldado le llamaron la atención las heridas sufridas por los que habían caído bajo los golpes del rival y el modo en que éstos se quejaban a causa del dolor. Fue entonces que supo que no quería acabar así. En absoluto. Por nada del mundo. Y, aunque seguía anhelando la fama y la admiración, este desagradable descubrimiento cambió para siempre su romántica visión sobre la arriesgada vida que el ejército le ofrecía en tiempos de guerra, algo que no tardaría en comprobar por sí mismo antes de lo que sospechaba, para horror suyo.

   Durante aquellos belicosos días, Sigfrido trabó una gran amistad, en absoluto verdadera por su parte, con un muchacho de noble corazón, que no de cuna, llamado Eladio Mentepoca, que, haciendo honor a su apellido, gozaba, por así decirlo, de escasa inteligencia. Eladio resultó ser un amigo de inquebrantable lealtad, al parecer, y ese rasgo gustaba sobremanera a Sigfrido, que se preocupó de, no sólo conservar la amistad de Mentepoca, sino de lograr también que éste lo considerara su mejor amigo por medio de descaradas adulaciones y otros interesados gestos que generaban extraños rumores entre el resto de la tropa, algo que a Sigfrido le traía sin cuidado, siempre y cuando su imagen no resultase deteriorada en exceso, pues sabía lo poco que gustaban aquellos que eran reconocidos como unos canallas aprovechados, entre los que sospechaba podría hallarse él mismo, al menos a ratos.

   Al amanecer de cierto día cuya fecha nunca debió caer en el olvido, cosa que lamentablemente acabó sucediendo, los cuernos y las trompetas sonaron con un indiscutible aire marcial, siendo sus enérgicas notas acompañadas por un atronador redoble de tambores que cortaba la respiración a todo el que oyera la ensordecedora melodía resultante. El ejército en su totalidad era llamado a formar en orden de batalla con carácter de urgencia. Se rumoreaba que el enemigo, a través de una magistral maniobra envolvente, los había cogido por sorpresa y marchaba sobre ellos con una gran hueste que, animada ante la posibilidad de una fácil victoria, entonaba canciones en la que relataban con todo detalle las cosas horribles que pensaban hacer con las entrañas de los caídos una vez éstos fueran brutalmente abatidos, algo a lo que Sigfrido prestó oídos con terrorífico interés mientras contemplaba atónito el interminable mar de enemigos que cubría el horizonte, que cada vez se le antojaba más cercano.

   Los sargentos arengaron a sus hombres, muchos de ellos presa de la más absoluta consternación, con frases donde se invocaba indiscriminadamente a la virilidad de cada individuo y se trataba de alejar cualquier acto de cobardía, lo que en realidad se traduce en querer vivir un día más. Pero Sigfrido, que sólo atendía a aquella calamidad que se les venía encima, ni siquiera oía las órdenes de sus esforzados superiores. De hecho, no podía dejar de imaginar el horrible sufrimiento que debía producir el ser atravesado por una sola de aquellas relucientes lanzas que con tanta determinación empuñaban los lanceros contrarios, cada vez más cerca.

—¡Ponte en posición de una vez, estúpido! —le escupió un compañero de armas situado a su derecha; un hombre enclenque de nariz afilada y ojos saltones, que parecía a punto de estallar a causa del miedo, por más que lo disimulara—. Si dejamos una sola brecha entre nosotros el enemigo podría aprovecharla para destrozarnos en cuestión de minutos. ¡Cierra la formación!

   Sigfrido, sin decir nada, puesto que no tenía nada que decir, siguió el consejo, casi orden, de aquel individuo, y se dejó llevar por la multitud armada de la que formaba parte, que trataba de afianzar la larga línea de batalla de la mejor forma posible.

   Entonces, respondiendo a una serie de indicaciones emitidas a través de las graves voces de los cuernos, el cielo se oscureció debido al masivo intercambio de flechas al que ambos contingentes se sometieron sin mostrar el menor reparo, con las nefastas consecuencias que algo así conlleva.

   Finalmente, el temido choque cuerpo a cuerpo tuvo lugar, resultando terriblemente cruento desde el inicio. Los gritos de agonía y las súplicas desesperadas se mezclaron con los de una rabia desmedida e incontrolable, al igual que la sangre y las entrañas de los heridos de los dos bandos. El metal chocaba con el metal, y cuando no era así, la carne de algún infeliz era traspasada y su cuerpo mutilado salvajemente, segando una vida para la que no habría un mañana, fuese o no soleado.

   Al finalizar el combate, que para la inmensa mayoría de los participantes se hizo interminable, los muertos y los heridos se contaban por doquier, pero la maldita posición pudo ser defendida con un éxito relativo, en términos estratégicos. El enemigo, viendo muy diezmado su número, se retiraba, lo que provocó la alegría de los defensores, que se sintieron vencedores a pesar de las malas sensaciones del principio. Sin embargo, Sigfrido quedó mudo por el espanto. Había salido ileso del enfrentamiento, pero, para vergüenza suya, también manchado los pantalones, por delante y por detrás, y una horrible sensación de miedo, un miedo insoportable, se apoderó de él y de su maltrecho estómago, si es que eso es posible. De repente, no quería estar presente entre tantos cadáveres, sobre todo cuando la posibilidad de ser uno de ellos era disparatadamente elevada. Con el corazón encogido, Sigfrido buscó a Eladio con la mirada, que, aunque agotado, acompañaba los vítores de sus compañeros con el mismo o mayor entusiasmo que éstos. Había luchado bien, no como él, que apenas había sido capaz de sacar la cabeza de detrás del escudo desde que comenzara la contienda.

   Decididamente, allí estaban todos locos, y debía marcharse cuanto antes, no le cabía la menor duda.

   Los cuernos y las trompetas volvieron a sonar, luego lo hicieron los tambores, que llamaban, nuevamente, a la tropa a formar en orden de batalla. El señor, viendo la oportunidad que se le presentaba, quería contraatacar al enemigo ahora que éste se batía en retirada tras el infructuoso asalto. Y Sigfrido supo que el momento de partir había llegado. Se cuidó de situarse bien lejos de Eladio en la nueva formación, donde los ojos de éste no pudiesen verlo, pues su recién creado plan exigía la mayor discreción.

   El ejército, lo que quedaba al menos, comenzó a marchar.

   Sigfrido sintió cómo le temblaban las piernas.

   Imagen tomada de www.miniaturasmilitaresalfonscanovas.blogspot.com Desconozco el nombre de su autor.