sábado, 20 de agosto de 2016

49. Despojos y más despojos. Y entre tanto, un adiós.

   Podría rondar el mediodía cuando un astuto pero escuálido zorro, que se empleaba a fondo en hallar el rastro de una escurridiza liebre, fue espantado por el inesperado y brusco agitar de unos matorrales, lo que le llevó a descubrir quién era el autor de ese mal olor que venía soportando desde hacía un buen rato, y que le había nublado momentáneamente los sentidos conforme más se acercaba a su origen, echando a perder el trabajo de toda la mañana, para infinita desgracia de su vacío estómago. Mientras huía, cosa que hizo con el rabo entre las piernas, como es costumbre entre los de su especie, el animal intuyó que, quizás, no le quedaban demasiadas oportunidades para saciar su apetito antes de derrumbarse para siempre, pues su otrora infalible olfato empezaba a dar claros signos de debilidad, lo que no le auguraba un prometedor futuro. ¿Cómo sino explicar aquel desafortunado incidente? En otros tiempos más felices, habría detectado con relativa facilidad que había alguien más, aparte de él mismo y su presa, en las inmediaciones, incluso se aventuraría a adivinar lo que ese tercer individuo, fuese lo que fuese, estaría haciendo y cuáles eran sus pretensiones, sin embargo, las cosas cambian, y en su caso, no parecían ir a mejor.   Ajeno al desastre que acababa de provocar, Sigfrido salió de entre la maleza y se dirigió al lugar donde, junto a Cornelio, acampaba desde hacía días. Se trataba de una pequeña gruta con la que se toparon durante una de las muchas exploraciones que habían llevado a cabo en la inmensa colina donde decidieran posarse —pues habían llegado allí a lomos de sus escobas mágicas— para tratar de aclarar posturas tras ser testigos de la batalla en la que las tropas de Eliseo Portebrillante fueron masacradas hasta el último hombre. Aquello no sirvió de mucho, pues estaban lejos de confiar el uno en el otro, aunque sí que mejoró ligeramente la relación entre ambos, que estaba lejos de ser cordial.

   Al llegar junto a un pronunciado accidente del terreno, el joven retiró unas ramas que servían de camuflaje a la entrada de la cueva y penetró en la misma, siendo recibido por el estimulante olor de la carne asada que Cornelio, en cuclillas y de espaldas a él, preparaba al rescoldo de las brasas en un apartado rincón de lo que habían acordado llamar hogar.

—Es un alivio saber que eres tú por el sonido de tus pasos y no por el insoportable hedor que desprendías hasta no hace mucho —dijo el anciano en tono jocoso, ni siquiera se volvió para mirarlo.

   Sigfrido suspiró, consideraba que aquella broma comenzaba a pesar demasiado.

—Sí, fue una suerte que encontrásemos ese río de aguas claras donde pude lavar este maldito disfraz de bruja —se limitó a decir.

—Aguas claras, sí, aunque se oscurecieron lo suyo en cuanto tú y ese vestido que llevas os sumergisteis en ellas. Me pregunto cuántos peces, ranas y demás bichos morirían entonces debido a la contaminación a la que fueron sometidos —rió Cornelio, que, ahora sí, miró al recién llegado—. Supongo que te habrás alejado para desahogarte, tal como acordamos.

   Sigfrido se sentó en un extremo, apoyando la espalda en la desigual pared, en la parte de la misma donde menos molestias le pareció que sentiría.

—Sí, me he ido bien lejos —respondió sin demasiado ánimo—. Sería una desafortunada casualidad que algo que se dedicase a oler mis despojos llegase hasta aquí.

   Cornelio señaló su hacha con aire amenazador.

—En ese caso, no tendría más remedio que echar mano de esta preciosidad, y ya sabes qué podría pasar si intuyo que exista la más mínima intencionalidad por tu parte en que eso ocurra.

—¡No seas absurdo! —protestó el joven, que, recordando algo de repente, buscó agitado con la mirada, aunque nada vio—. ¿Y el libro de hechizos?

   Hubo un momento de silencio antes de que Cornelio hablase.

—¿Con qué crees que he encendido el fuego, acaso? No tenía nada con lo que prender una mísera llama, así que no tuve alternativa; era el libro o comernos esta deliciosa carne de murciélago cruda. Creo que el sacrificio bien merece la pena, si me permites opinar.

   Sigfrido se levantó de un salto y fue hasta el lugar donde se encontraba Cornelio, dirigió entonces sus incrédulos ojos hacia los restos de la hoguera, los cuales, aún mostrando signos de vida, estuvo a punto de remover con las manos, a pesar de poner en peligro con ello la integridad de la carne, ya casi hecha. La idea de estropear el almuerzo y de no obtener más que una fea quemadura le hizo desistir.

—¡No puedo creer que hayas quemado el grimorio, viejo loco! —exclamó conmocionado.

   Cornelio rió animadamente.

—Y yo no puedo creer que hayas tragado el anzuelo tan fácilmente —el viejo señaló hacia un rincón, donde descansaba el negro volumen, al cual habían dedicado, cada día, un tiempo de estudio, tratando, cada uno, que el otro no se beneficiase de más minutos bajo ninguna circunstancia, algo que fue motivo de varias disputas del todo innecesarias de haberse mostrado ambos razonables.

   Sigfrido suspiró visiblemente aliviado.

—Ya decía yo —murmuró más calmado.

—Dirías, tal vez, pero tu cara no parecía dispuesta a creer aquello que te decías a ti mismo, muchacho. Anda, siéntate de nuevo, que el momento de la pitanza ha llegado.

   Ambos comieron sin intercambiar impresiones, sufriendo, más que saboreando, la ingesta de aquella comida que, de haber podido, se habrían ahorrado sin la menor duda.

   Fue Cornelio el primero en retomar la palabra al inicio de la digestión, aprovechando que se veía con ánimos de hablar, tal vez mas de lo necesario, como acabaría descubriendo en breve, debido a ciertas influencias que escapaban a su control y que hallaban explicación en una tropelía protagonizada por aquél a quien se disponía a dirigirse, que en absoluto, esperaba el desarrollo de los acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse, y que acabarían por salpicarlos a ambos, aunque de distinto modo, como podrá verse.

—Hay un asunto sobre el que quisiera hablarte. Por algún extraño motivo, necesito saber tu opinión al respecto, pero hay una parte de mí que se niega a ello, aunque comienza a ceder, como prueba que esté diciendo algo tan desconcertante. Se trata del libro.

   Sigfrido torció el gesto en una maldisimulada mueca de sorpresa.

—El sabio y experimentado anciano pidiendo consejo al insensato e ingenuo joven sobre materia de erudición mágica. Haces que me sienta halagado —bromeó, empleando un inusual tono de voz, emulando la solemnidad de aquellos que, en días mejores, se dedicaban a dar lecciones filosóficas a quienes pudieran costearse las elevadas tarifas exigidas por éstos. “Tener acceso al conocimiento exige un esfuerzo de voluntad”, decían para justificarse mientras ofrecían la palma de la mano donde el aprendiz, o en su defecto sus padres o tutores legales, debían dejar la cantidad acordada; una pequeña fortuna en algunos casos.

—No vueles tan alto en tus pretensiones, amigo, si quisiera consejo serías tú el último en saberlo, y nunca jamás se me ocurriría acudir a ti, vacía fuente del saber, a no ser que quisiera suicidarme de una forma espantosamente ridícula y ser recordado por ello —dijo Cornelio con expresión dura—. Deberías abandonar de una vez ese absurdo teatro que te empeñas en protagonizar y en el que pretendes demostrar más valía de la que en realidad atesoras, lo que te acerca peligrosamente a un estado de imbecilidad tal que impide que veas con claridad lo patético que puedes llegar a ser en ocasiones. Ni siquiera estoy seguro de que comprendas la mitad de las cosas que trato de decirte.

   Sigfrido, sintiéndose humillado y un tanto conmocionado, dedicó una iracunda mirada a Cornelio.

—¿Por qué eres tan irritantemente odioso! —escupió dolorido.

—No esperaba decir eso, fue como si alguien tirase de las palabras hacia fuera, sin embargo, no creo que sea un secreto para ti el que no te vea capaz; de hecho, considero un misterio que sigas con vida. Muchos de los muertos que caminan fueron mucho mejor que tú mientras vivieron —el anciano suavizó el gesto tras un considerable esfuerzo—. Tendrás que perdonarme, te aseguro que no puedo controlar lo que digo. No sé si querrás continuar charlando conmigo después de esto.

   El joven refunfuñó por lo bajo brevemente antes de asentir con un gesto de la cabeza, resultaba evidente que luchaba por contenerse. Cornelio volvió a endurecer su mirada, entonces, y pareció disfrutar con la reacción de Sigfrido, aunque no dijo nada, no hasta acomodarse.

—El libro ha sido sometido ya a varias lecturas, en ellas incluyo también esas en las que, tanto tú como yo, haciéndonos el dormido y aprovechando que el otro duerme de veras, o al menos creyendo que así era, pues te vi en más de una ocasión yendo a hurtadillas, cosa que también debo reconocer haber hecho yo, nos hemos apoderados de él y, viéndonos a solas, nos hemos arrojado sobre sus páginas con las mismas ansias con las que un lobo hambriento devora a su desgraciada presa —Sigfrido quiso protestar en el momento en que era acusado de practicar la lectura del grimorio con alevosía y nocturnidad, sin embargo, comprendió al instante que sería una verdadera estupidez negar lo obvio, por lo que optó por continuar guardando silencio—. Con el paso de los días, mi comprensión sobre los párrafos que residen en su interior ha ido en aumento, de tal modo; que cada vez necesito menos tiempo para saber qué diablos dice aquello que esté leyendo. Este avance, tal como yo lo veo, viene acompañado de un curioso detalle; el peso del libro es cada vez menor, y dudo mucho que se deba a que mi masa muscular haya aumentado.

   Sigfrido enarcó las cejas, como si de repente cayera en la cuenta de algo.

—Sí, es cierto. Llegué a pensarlo una vez. No sé por qué no le di mayor importancia —dijo.

—Lo mismo me ocurrió a mí, pero me sobrecogió el hecho de que no fuese un pensamiento propio, sino una sutil orden por parte de esa misteriosa voz interior que con tanto esmero nos muestra el modo adecuado de pronunciar las extrañas palabras con las que fueron compuestas las frases que llenan el libro. “No desvíes tu atención en asuntos sin importancia”, me sugirió —explicó Cornelio—. Supongo que ya sabes cómo trata de buscar dentro de ti cada vez que abres sus páginas y posas tus ojos en ellas. Ofrece un conocimiento con el que nunca nadie pudo sino soñar, pero exige un pago a cambio. Siempre sospeché que esa presencia, por llamarla de algún modo, anhelaba abrirse paso hasta mis recuerdos, aun los más íntimos secretos.

—Sí, hemos hablado de esto otras veces, y tengo la misma sensación —concedió Sigfrido.

   Cornelio miró al muchacho con un inquietante brillo en los ojos.

—Desde esta mañana soy incapaz de recordar a mis padres —dejó escapar en una especie de lamento—. Lo peor es que no albergo ningún sentimiento de pérdida, tampoco de tristeza. Sé que es debido a esa cosa, lo que sea, que despierta siempre que me entrego al estudio del grueso volumen y penetra en mí hasta alcanzar, cada vez, mayor profundidad, pero mi deseo por seguir leyendo, lejos de evaporarse, aumenta a cada momento que pasa —hubo un incómodo silencio—. Hay algo más; no sé cuánto tiempo podré soportar viéndote con él entre las manos, pues lo considero mío, aunque no lo sea desde un punto de vista ajeno a mí, y no deseo compartir sus incalculables tesoros contigo ni con ningún otro.

   El joven suspiró con gesto preocupado. "¿Qué está ocurriéndo?", pensó. "¿Qué es lo que ha fallado? ¿Qué he hecho mal?".

—Eso que dices no es muy tranquilizador —logró decir trabándose al hablar.

—No buscaba tranquilizarte, sino ser franco contigo, pero no por decisión propia, sino por imposición de algo que no logro entender. De buena gana te abriría la cabeza cada vez que te contemplo adorando esos textos, pero llegamos a un acuerdo que yo mismo propuse, y bien saben los dioses que trato de cumplir con mi palabra, sin embargo, me cuesta cada vez más calmar ese impulso salvaje, hoy es casi una necesidad. Y es por ello que, en este mismo momento, he decidido marcharme antes de llegar a un punto del que no pueda regresar, si es que me entiendes, pues, a pesar de todo, te tengo aprecio, tal vez no demasiado, pero no quisiera acabar hundiendo mi hacha en tu corazón, o en sitios peores.

—¡No puedo creer lo que estoy oyendo! —exclamó Sigfrido sobresaltado.

—Ni yo que lo esté diciendo, aunque bien que lo intento callar, lo que me hace pensar que has debido lanzar sobre mi algún hechizo que extreme la sinceridad, si es que eres capaz de algo así. Dime, Sigfrido, ¿cuándo hiciste tal cosa?

—Esta misma mañana, justo antes del amanecer —confesó el joven, un tanto consternado—. Encontré unos versos que parecían hablar sobre la confianza, o eso me pareció leer. No pretendía conocerlo todo sobre ti, sólo entender como podíamos llevarnos bien. Debí malinterpretar la lectura, me temo.

—¡Maldito entrometido! ¡Debería matarte ahora mismo! ¡Vaya forma más absurda de desvelar mis intenciones!

   En ese preciso instante, el tremendo retumbar de unos pesados pasos resonó en el exterior, interrumpiendo inesperadamente la singular conversación que estaba teniendo lugar en la pequeña caverna.

—¿Qué es eso? —inquirió sobresaltado el muchacho.

—No tengo la menor idea, pero parece enorme. Más nos vale callarnos —advirtió el anciano, que seguía siendo presa de indignación.

   Los pasos se acercaron hasta detenerse justo al lado de la entrada de la gruta, después, se dejó sentir un extraño sonido, producido, al parecer, por lo que debía ser una gigantesca tela al caer, que fue seguido al instante por una serie de enérgicos gemidos, lógicos de oír en alguien que realiza un esfuerzo que requiere cierta concentración.

   Cornelio y Sigfrido se miraron desconcertados un instante, tras el cual, el joven, siguiendo un inexplicable e insólito impulso, removió las ramas que ocultaban la guarida de ojos ajenos y, tras echar un rápido y apresurado vistazo del que nada sacó en claro a causa de las prisas, abandonó la seguridad de la covacha, topándose sorpresivamente con un par de enormes piernas desnudas del tamaño de varios hombres a lo ancho, muchos más a lo alto, que, en cuclillas, y con lo que debían ser unos pantalones bajados hasta los tobillos, sostenían un gigantesco cuerpo que, por fortuna, le daba la espalda. Atónito, Sigfrido fue siguiendo con la mirada el largo de aquellas zancas flexionadas, deteniendo su ocular exploración en unas dantescas nalgas que, estimuladas por el esfuerzo, daban paso a lo que se convertiría, sin lugar a dudas, en una de las peores experiencias vividas hasta el momento por el joven, que, de repente, encontró todo el sentido a la imagen que ante sí tenía, y que, combinada con aquellos gemidos causados por el esfuerzo que realizaba aquella colosal criatura humanoide, hacía presagiar un desenlace francamente desagradable.

   Demasiado tarde, pues, aunque se volvió a la velocidad del rayo con intención de correr hacia el lugar del que con tanta insensatez había salido, fue abatido por una nauseabunda lluvia de excrementos que, irremediablemente, lo cubrió de la cabeza a los pies, si se respeta el orden en que sus miembros sufrieron la impregna de aquellos malolientes despojos. Tal fue la terrible experiencia que, Sigfrido, quizás por una muestra de piedad por parte de los dioses, perdió el conocimiento casi de inmediato, lo que aprovechó Cornelio, que había sido testigo de todo, para hacerse con el oscuro libro de hechizos y, sobre su escoba, emprender un vuelo cuyo incierto destino tenía el principal propósito de alejarlo de allí y de su joven compañero, al que dedicó un pensamiento acerca de la extraña relación que parecía guardar éste con las heces, ya fuesen propias o ajenas, teniendo en cuenta lo acaecido desde que lo conociera días atrás.

   Así fue que Cornelio abandonó a Sigfrido en pos de convertirse en un poderoso brujo sin tener que compartir sus estudios sobre lo arcano con nadie, lo que, quizás, pueda verse más adelante, quedando nuestro particular protagonista, mientras tanto, sepultado bajo una montaña de estiércol.

   El gigante, ajeno a lo que ocurría a su espalda, tras sanear su trasero con ayuda de las ramas cuyo fin era camuflar la caverna que a los dos hombres sirviera de guarida, pues fue lo primero que encontró al alargar una de sus enormes manos sin prestar atención, tal como suele suceder con los de su clase, se ajustó los raídos pantalones y se marchó de allí a atender sus propios asuntos, que consistían principalmente en seguir sembrando el pánico allí donde fuera, aunque de vez en cuando debiera hacer un alto para dormir, comer, y aliviar sus tripas, tal como acababa de suceder.

   Unos curiosos ojos lo contemplaron todo desde la espesura, y su dueño sintió un irresistible deseo de acercarse a la inerte mano que sobresalía de la enorme boñiga.

   ¿Sería aquel el abominable final del desventurado Sigfrido Valorquebrado?

   Imagen tomada de http://racasderpgeduardoteixeira.blogspot.com.es/2010/09/gigantes-3d.html

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