domingo, 28 de febrero de 2016

39. Sálvese quien pueda.

   Aún bajo los efectos de la incertidumbre y la fatalidad, Sigfrido contemplaba desde el aire los restos de la reciente tragedia, preguntándose si aquello habría supuesto el final de Cornelio; desde luego, como testigo directo del incidente, tenía la firme impresión de que el golpe debió ser terrible de veras. Quizás, debido a la necesidad de encontrar la lógica a las cosas, se esforzó en hallar una explicación a lo que acababa de presenciar, aunque se le hacía difícil encontrar un razonamiento que calmase su inquietud ante algo como aquello; el anciano había cedido a la locura hasta el punto de llegar a desear la muerte de aquella bruja aún a riesgo de poner en peligro su propia vida.

   Discurría Sigfrido acerca de ese turbio asunto, recorriendo con sus apesadumbrados e incrédulos ojos los cuerpos yacentes del viejo y la hechicera, ésta, sin su cabeza, cuando algo llamó su atención; un objeto oscuro como las profundidades de un insondable abismo, que desde el primer instante le resultó familiar. Se trataba del misterioso libro por el que Cornelio sintiera una pasión irracional desde el mismo momento en que lo tuvo entre sus manos. Sin saber muy bien por qué, quizás respondiendo a un impulso que no admitía ni quería reflexión, se sorprendió a sí mismo descendiendo hasta el lugar donde éste estaba, el cual, tras tomar tierra y envainar como mejor pudo su oxidada espada, tomó y guardó sin prestarle mayor interés en el compartimento que había sido confeccionado, quizás a tal efecto, en la parte interior del bajo frontal de su vestido.

   De súbito, volvió a ser consciente del fragor de la encarnizada batalla que se libraba a su espalda, a pocos metros de él, lo que le hizo sentir como si hubiese despertado de un extraño sueño, aun sin haber dormido. “¿Qué diablos hago aquí, en el suelo, jugándome el tipo de este modo? ¿En qué piensas, cabeza de chorlito?”, se decía, alterado, Sigfrido, que, con gesto preocupado, echó la vista atrás, descubriendo con horror que las filas de los defensores parecían tener sus minutos contados, pues si era cierto que éstos se batían con una profesionalidad y bravura fuera de toda duda, también lo era que los muertos llegaban sin cesar a la colina venidos de, al parecer, todas partes, atraídos por el tumulto de la multitudinaria refriega.

   Acosado por un repentino miedo, sin dedicar una triste mirada a Cornelio, ni siquiera un fugaz pensamiento, Sigfrido montó de nuevo sobre su escoba y se dispuso para efectuar el despegue de inmediato, tal como es de recibo en cualquier situación de urgencia, como lo era aquella. Justo entonces, un inesperado golpe de aire hizo acto de presencia, obligándole a cerrar los ojos momentáneamente, lo que le llevó a posponer sus planes de fuga. Cuando los efectos de la brisa parecieron mitigarse, volvió a abrirlos, y sólo entonces decidió emprender el vuelo. Sin embargo, al contrario de lo que debía suceder, por alguna razón que se le escapaba, sus pies no lograban despegarse del suelo, lo que le llevó a padecer un instante de agitada confusión.

   Una vez repuesto de aquel desconcierto, Sigfrido concluyó que debía comprobar que adoptaba la posición adecuada, cambió, eso sí, la postura de sus manos, que, quizás, se agarraban al palo de la escoba demasiado abajo. Una vez satisfecho, diciéndose a sí mismo que en adelante debería prestar mayor atención a las cuestiones relacionadas con asuntos de esa índole, repitió el intento, esta vez, fijando la vista en el alto cielo y acompañando el gesto con un fuerte deseo de volar. En esta ocasión, la decepción le cayó encima como un jarro de agua fría, pues la escoba, a la que comenzó a maldecir con la palabra y el pensamiento, seguía negándose a efectuar el despegue. Alertado por el súbito ruido de unos pesados y agitados pasos, que le obligaron a desviar su atención de aquello que con tanto empeño hacía, se dispuso a volver la cabeza con objeto de averiguar la identidad del autor de los mismos, descubriendo que se trataba de un asustado lancero, que, desarmado, pasó corriendo junto a él, y que profirió un alarido de pavor al verlo. Eso sólo podía significar una cosa, que los soldados comenzaban a dar por perdida la batalla, lo cual no hacía más que empeorar la situación. Sintiendo cómo los nervios se acrecentaban en su interior, desplazando de ese modo a la razón, se vio corriendo de un lado para otro con la escoba entre las piernas al tiempo que la instaba a volar con irreflexivas frases tales como: “¡Vuela de una vez, estupido trozo de madera mal tallado!”, o, "si no me obedeces, te prometo que te haré barrer el primer vertedero que encuentre", sin lograr el menor resultado. El sudor frío, tan propio del miedo, no tardó en correrle por la frente, cosa que sucedió poco antes de que empezase a jadear a causa del cansancio.

   Cuando fueron ya muchos los soldados a los que había visto salir huyendo, uno de los cuales, se detuvo a mirarle para luego correr con más brío, si cabe, del que ya imprimía a sus piernas, sucedió que, mientras seguía a éste con la mirada, la brisa decidió volver a soplar con fuerza, lo que hizo que un objeto, que era arrastrado con cierta dificultad por el aire a ras de suelo, se cruzase en su línea de visión. Sigfrido lo reconoció como un sombrero picudo de color negro, similar al que usaban las brujas, y eso le hizo suponer que se trataba del que tocaba la cabeza de la hechicera antes de ser decapitada por Cornelio durante el espectacular descenso en picado que protagonizó junto a su víctima.

   Todo esto sucedió en no más de unos pocos segundos.

   Sigfrido, que no estaba dispuesto a perder el poco tiempo que tenía en reflexiones de ese tipo, se centró en su principal objetivo, que era hacer volar la maldita escoba de una vez por todas. Entonces, al volver la vista hacia la punta de la misma, cosa que hizo mientras corría dando gritos a causa de su creciente inquietud interior, descubrió que había otro sombrero picudo, que guardaba un extraordinario parecido con el anterior, tirado por el suelo a unos metros en la dirección en que se movía. Esto hizo que se detuviera en seco y mirase hacia uno y otro lado, cerciorándose de que ambos sombreros no eran el mismo, después, quizás guiado por el instinto, buscó con los ojos a Cornelio, que seguía sin dar el menor signo de vida, en la misma posición en la que había caído, y que, tal como recordaba, a pesar de todo, aún tenía puesto el suyo. Tras pensarlo un instante, cosa que hizo con el corazón acelerado y el alma en vilo, Sigfrido soltó la escoba y se llevó las manos a la cabeza, lo que le llevó a concluir que uno de aquellos gorros picudos que el aire arrastraba debía ser el de la bruja, y el otro, a falta de más pruebas, no habiendo nada allí donde había esperado encontrar algo, suyo. “¡Es el sombrero! El aire me despojó de él”, pensó. “¡La escoba no volará si no me pongo el maldito sombrero!”. 

   Para ese entonces, los pocos guerreros que quedaban en liza, viendo cómo su gran capitán caía a las primeras de cambio a causa de un desgraciado tropezón, motivado por su empeño de dar muerte con excesivo decoro en su ejecución a un zombi con aspecto de haber sido en vida un hombre enclenque y de espíritu apagado, quizás, por mantener su fama de gran espadachín hasta el final, rompieron filas desordenadamente, abandonándose los unos a los otros al capricho que la suerte tuviese a bien reservarles. Sólo algunos valientes, a los que bien podría llamárseles locos por mantenerse fieles a su convencimiento de que era mejor morir combatiendo que huir para vivir un día más, decidieron quedarse y luchar hasta el último aliento, el cual exhalaron algo más tarde, en medio de un horror y un sufrimiento indescriptibles. Fue así que Sigfrido, en su afán de escapar surcando los aires, se vio yendo a la carrera a por uno u otro sombrero, entre un sinfín de asustados soldados que, cegados por el miedo, corrían en busca de la salvación, lo que hacía que ambas prendas fuesen pisadas y pateadas sin compasión, con lo cual, fluctuaban con total desconcierto hacia todas partes, confundiendo hasta tal punto al muchacho, que cuando no tropezaba con algún desertor cada vez que cambiaba de parecer sobre cuál de aquellos sombreros estaba más a su alcance, lo hacía con sus propios pies. 

   Cuando no quedó nadie más que huyese de la batalla, estando los no muertos atendiendo como merecían a los restos de los últimos defensores, de los cuales alguno aún tenía fuerzas para lamentar su suerte y maldecir la estrechez de miras que a una muerte tan atroz lo había llevado, Sigfrido pudo hacerse sin el menor problema con uno de aquellos sombreros, el que mejor aspecto presentaba, y tocó con él su cabeza, lo que le daba la imagen de una bruja a la que alguien había golpeado repetidas veces en la testa con un enorme martillo de guerra. Volvió, entonces, a situar la escoba entre las piernas, y, casi al instante, respondiendo a su imperioso deseo, sintió al fin que sus pies, en efecto, se separaban del suelo. Sin embargo, no logró ganar más altura que la que alcanzaba la cintura de un hombre de cierta envergadura, por lo que su vuelo se desarrollaba a ras de suelo. Podía, eso sí, virar con toda normalidad, al menos con la normalidad a la que él estaba acostumbrado en su corta experiencia en vuelos con escoba; la velocidad, a su entender, tampoco parecía haber sido afectada. “Parece evidente que si el sombrero está dañado, la escoba no responde de la misma forma”, pensó reflexivo. Recordó entonces que el gorro picudo de Cornelio estaba prácticamente intacto, y que, estando los zombis aún entretenidos con sus víctimas, dispondría de un precioso aunque escaso tiempo para ir junto al cuerpo de éste y, tras presentar con brevedad sus respetos en caso de fallecimiento, intercambiar las prendas a su total conveniencia. Así lo hizo, deslizándose primero hasta donde estaba el cuerpo del anciano, al que dejó su sombrero a cambio del de éste.

   En el mismo momento en que esto sucedía, Cornelio abrió los ojos, dando un susto mortal a Sigfrido, que casi cae de espaldas a causa del mismo. 

—¿Qué estás tramando? —preguntó el viejo, malhumorado.

—¡Estás vivo! —exclamó el joven, incrédulo.

—¡Por supuesto que estoy vivo! ¿Por qué no habría de estarlo?

   Sigfrido apenas se había repuesto de la sorpresa.

—Chocaste contra el suelo por querer matarla —dijo.

—¿Matarla? ¿A quién? —preguntó Cornelio, que parecía no entender.

   Sigfrido señaló la cabeza de la hechicera que el viejo aún agarraba de los pelos con la mano izquierda.

—A ella.

   Cornelio miró a los ojos sin vida de la bruja, entonces, pareció recordar. Con gesto triunfante, acercó su trofeo al rostro y depositó un besó en sus labios, lo cual provocó un gesto de asco en el joven, que fue testigo de todo aquello.

—Es una preciosidad —dijo, justo antes de arrojar lejos la cabeza de la hechicera. —¿Cuál es la situación?

   Sigfrido le invitó a mirar atrás para que él mismo sacase sus propias conclusiones. Algunos muertos avanzaban ya hacia ellos, y, aunque desde esa distancia no percibieran aún el olor del joven, acabarían haciéndolo cuando estuviesen más cerca, con las nefastas consecuencias que eso tendría.

—Supongo que debemos irnos —concluyó el anciano, que tendió la mano a Sigfrido para que éste lo ayudase. —Viniste a despertarme, a prestarme tu ayuda, supongo.

—Sí, así es —mintió resueltamente Sigfrido, que aceptó servir de apoyo a Cornelio hasta que éste estuvo al fin en pie.

—No creas que estoy en deuda contigo, yo he salvado tu vida por dos veces, jovenzuelo. Pero gracias por el gesto, me ablandas el corazón.

   Dicho esto, el anciano, luego de ver que la escoba de la difunta bruja estaba en mejor estado que la suya, concluyó tomarla del suelo y dejar allí la otra, y se la puso entre las piernas. Después, guardó el hacha en su lugar correspondiente.

—¿Tienes el libro? —preguntó en última instancia a Sigfrido.

—Sí, lo llevó a buen recaudo —contestó éste sin pensar, como si le hubiesen arrancado la respuesta de las mismas entrañas, lo cual no acabó de gustarle.

   Entonces, con gesto decidido, sin apenas rasguños, Cornelio echó a volar de un modo tan enérgico que hizo temblar al joven, que, justo antes de tratar de imitar al viejo, se dio cuenta de que el sombrero de éste, el que hasta el momento de dar el cambio había sido suyo, al menos desde que lograra hacerse con él, yacía otra vez en el suelo. Los ruidos que le llegaban desde la espalda le hicieron saber que los no muertos estaban ya muy cerca. Cerró los ojos con fuerza y rezó todo lo que sabía antes de volver a abrirlos e intentar el despegue. Esta vez, para alivio suyo, logró emprender el vuelo tímidamente, nada que ver con el modo en que lo había hecho Cornelio.

"¿Cómo es que logra volar sin sombrero? ¿Cómo es posible que ni siquiera se haya roto un hueso tras un golpe tan tremendo?", pensó extrañado, al borde de los celos, Sigfrido, que agradecía, eso sí, volver a sentir la caricia del viento.

   Abajo, entre la horda de macilentos zombis errantes, una siniestra figura encapuchada, envuelta en negros ropajes, y que portaba una espada de hoja terrible, fijaba sus maléficos ojos en lo que supuso que debían ser dos brujas, a juzgar por su aspecto, que emprendían el vuelo. No lograba entender por qué durante la batalla habían prestado ayuda a aquellos hombres armados y dado muerte a una de sus hermanas. Aquel era un enigma que tardaría en olvidar, sin duda, y que, quizás, debiera poner en conocimiento de la pálida y bella dama que siempre vestía de blanco, aquella que con sus poderes le había provisto de aquel basto ejército de no muertos con el que cumplir el capricho de los dioses de castigar sin descanso a la humanidad, al menos hasta que éstos le ordenasen lo contrario.

   Imagen tomada de www.es.wikipedia.org Desconozco al autor, por lo que se agradecerá cualquier información al respecto. Si éste prefiriese que su obra no apareciese en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.

martes, 23 de febrero de 2016

38. La batalla de la colina sin nombre.

   Agarrado a su escoba con una inquietud difícil de ocultar, Sigfrido continuaba su ascenso tras la fina estela de humo blanquecino que el artilugio sobre el que montaba Cornelio iba dejando a su paso. Una vez el anciano superó en altura las copas de los árboles más elevados, quizás unos metros por encima de éstos, viró hacia la derecha, en la dirección de donde les llegaba el sonido de los cuernos y el aguerrido redoblar de tambores, perdiéndose momentáneamente de la vista del joven, que, una vez llegado al punto donde el viejo había girado, imitó el gesto de éste, lo que le llevó a encontrárselo casi de inmediato suspendido en el aire, con la vista puesta en algún lugar del suelo, no demasiado lejos de donde se encontraba. Sigfrido se detuvo junto a él, examinando con curiosidad el gesto de Cornelio, que, al percatarse de la presencia del joven, instó a éste a que atendiera a la espectacular escena que se desarrollaba a poco más de un centenar de metros de ellos, lógicamente, a distinta altura.   En la cima de una escarpada colina, un nutrido grupo de hombres, no más de medio millar de guerreros pertrechados para la guerra, formaban una férrea línea de batalla. Tanto en los flancos como en el centro, ondeaban coloridos estandartes con insignias difíciles de distinguir desde la distancia.

   ¿Qué habría llevado hasta allí a aquellos soldados?

   Frente a ellos, emergiendo de entre los árboles, una horda de no muertos avanzaba desordenadamente. Marchaban a su encuentro con el único afán de extinguir para siempre el agitado latido de aquellos corazones que se ocultaban tras las cotas de mallas que protegían el torso de los inquietos infantes. Cuando ya iniciaban el ascenso hacia la cumbre de la elevación, cosa que sucedía con una lentitud sobrecogedora, el redoblar de tambores y el resoplar de los cuernos pareció ganar en intensidad antes de ser repentinamente silenciados. Entonces, la brisa les llevó el sonido de las voces de los oficiales impartiendo órdenes a la tropa, que respondía con gritos atronadores cuando recibían palabras de ánimo y promesas de gloria. Conforme el terrible enemigo se acercaba, las palabras fueron sonando con una mayor turbación, evidenciando un creciente miedo hacia el incierto destino al que habrían de enfrentarse una vez se iniciara el choque.

   Un individuo, situado en la retaguardia del ala izquierda, no pudiendo hacer frente al temor que lo invadía, arrojó las armas y rompió a correr desesperado en la dirección opuesta a aquella de la que llegaban los muertos. Un avispado sargento, que debía haber adivinado las intenciones del infeliz antes que éste iniciara la huida, logró derribarlo con suma facilidad. Tras un leve forcejeo, durante el cual el suboficial trató de convencer al soldado de que más le valdría volver a la formación y vender cara la piel junto al resto de compañeros; al no recibir de éste más que llantos y súplicas de que lo dejase ir como única respuesta, decidió acabar con la vida del desgraciado, clavando su daga en el corazón de éste sin mostrar el menor escrúpulo. Sigfrido, cuyos ojos, inexplicablemente, presenciaron la escena con la misma claridad con la que lo habrían hecho de haber estado a tan sólo una veintena de metros del lugar donde se cometió el crimen, sintió una profunda compasión por el injusto final que sufrió aquel hombre asustado. “¿Qué hay de malo en querer vivir un día más?”, pensó contrariado. “¿Es que los demás son inmunes al miedo, o actúan así porque ya no les cabe más temor?”.

   Cuando los primeros zombis andaban ya a unos metros de alcanzar la línea que formaban los soldados, éstos se apretaron los unos contra los otros, formando una sólida pared con sus escudos, de entre los cuales, asomaron largas lanzas de puntas afiladas. Una sombra de preocupación oscurecía sus rostros, pues, aunque parecían dispuestos a presentar batalla a un mar incesante de muertos vivientes, concluyendo que debían ser tan firmes como las rocas contra las que se estrellan las olas, sabían que enfrentaban un peligro para ellos desconocido y mortal. Quizás, con tesón y algo de suerte, lograsen que aquella marea de muerte retornara a las profundidades de las que venía.

   Aprovechando que todas las miradas se centraban ya sobre el enemigo, dos hombres de voluntades frágiles, también situados en la retaguardia, dejaron caer sus armas y huyeron despavoridos, gozando de una mayor fortuna que su antecesor, pues lograron escapar de la vigilancia de sus superiores, que apenas se percataron de lo ocurrido.

   Mientras todo esto sucedía, Cornelio y Sigfrido, con objeto de lograr una mejor perspectiva con la que saciar su curiosidad, se habían ido acercando lentamente al escenario de la batalla, que se cobró su primera víctima cuando, de una certera lanzada, un belicoso joven logró perforar la cabeza de un zombi bastante maltrecho. Pronto, el resto de muertos vivientes fue llegando a la hilera de escudos, donde eran contenidos mientras las lanzas trataban de darles un final apropiado a sus míseras existencias. Los oficiales arengaban a sus muchachos, y no dudaban en enviarles asistencia desde la pequeña escuadra que, desde atrás, hacía las veces de reserva, cada vez que lo veían necesario.

   Conforme iban acercándose más zombis, empujando a los de delante contra los escudos, la presión sobre los defensores fue haciéndose cada vez mayor, no teniendo éstos más alternativa que retroceder algunos pasos, lo cual trataron de hacer de la forma más ordenada posible. Sin embargo, la línea no se mantuvo todo lo equilibrada que debiera, presentando fisuras en algunos puntos de la misma, por donde los no muertos, incansables en su empeño, lograron adentrar algunas garras terribles que tiraban hacia fuera de cualquier cosa en la que hubiesen hecho presa. Los primeros gritos de espanto sobrevinieron cuando aquellos que veían cómo sus amigos eran atrapados, desviaban la atención del combate para ofrecerles una mano salvadora, lo que les dejaba a ellos en una frágil situación. Fueron muchos los que, de este modo, acabaron siendo arrastrados al interior de aquella tempestad de muerte, donde habrían de sufrir un tormento indescriptible y atroz. A una orden del gran capitán, un hombre de extraordinario porte que vestía una reluciente armadura finamente ornamentada, los cuernos sonaron por tres veces, al igual que los tambores, y toda la tropa, respondiendo a la perfección dada la dura instrucción recibida, retrocedió con una rapidez inusitada, formándose primero los que hasta ese momento habían permanecido en la retaguardia, siendo ésta ocupada ahora por los que habían combatido en primer orden, lo cual les daría a éstos un leve y merecido descanso.

—¡Cada hombre debe cuidar de sí mismo! Si prestamos ayuda a uno solo de nosotros, el resto perecerá. Si veis que se llevan a alguien, la mejor misericordia que podéis mostrar es aplastándole el cráneo, ahorrándole así un gran sufrimiento. ¡Mantened la posición con firmeza! —gritó el oficial al mando, a lo que todos respondieron al unísono con un grito que habría hecho retroceder a cualquier otro enemigo.

   Pero los muertos no conocían el miedo, los movía el deseo por la carne de los vivos, y cuando los soldados que habían caído bajo sus garras, parcialmente devorados, daban muestras de volver a la vida, si es que se podía llamar vida a aquello, se dirigieron decididos hacia el lugar donde había sido establecida la nueva línea de defensa. El muchacho que había protagonizado la primera lanzada con la que se iniciara la refriega, marchaba ahora en el bando opuesto, con el rostro y el cuerpo desfigurados, con un mensaje terrible escrito en sus cadavéricos ojos. Un tajo de espada le hizo caer con estrépito mientras se empecinaba en traspasar la barrera de escudos de la que, hasta no hacía mucho, estando aún en vida, él mismo había formado parte.

—¡No cedáis! —las órdenes se sucedían unas a otras—. Si perdemos el dominio de la colina no tendremos ninguna posibilidad. ¡No cedáis!

   Desde lo alto, Cornelio y Sigfrido, que guardaban un sepulcral silencio, no habían perdido detalle de cuanto ocurría. De súbito, el anciano, con los ojos inyectados en sangre, empuñó el hacha y se dejó caer sobre la horda de muertos, protagonizando un arriesgado vuelo rasante a la altura de las cabezas de éstos, las cuales iba golpeando según pasaba. Sigfrido, en cambio, no vio con demasiado entusiasmo el abandonarse de ese modo a una orgía de muerte que, entre otras cosas, podría conducirlo a él mismo a alcanzar un trágico e innecesario final, no sin existir un motivo de fuerza al menos, que encontró en el momento en que comprobó, para horror suyo, que su escoba le había hecho descender hasta dejarlo al alcance de las garras de aquellos malditos seres venidos del infierno. Fue un tirón de uno de sus pies lo que le hizo darse cuenta de su delicada situación, a lo que reaccionó con rapidez esgrimiendo la espada y lanzando una desconcertante estocada que, por fortuna, logró cercenar la mano de aquel que pretendía atraparlo. “¿Qué diablos ha sucedido? ¿Cómo es que he perdido altura de este modo sin pretenderlo? Quizás, ha sido tanta la atención prestada a la batalla y al ataque de Cornelio que la escoba ha podido mal interpretar mis deseos, si es que es cierto que es el pensamiento lo que la mueve, y no otra cosa. Debo ser más cuidadoso en su uso”, pensaba Sigfrido, mientras, al igual que hacía el viejo, se deslizaba por el aire a escasos centímetros de aquel ejército de pesadilla, asestando golpes con más desorden que concierto. Hubo un momento, durante su vuelo, en que su mirada se cruzó con la de un soldado, que, perplejo, le siguió con los ojos muy abiertos. Sigfrido, tratando de insuflar ánimos al asombrado lancero, alzó la espada hacia el cielo a modo de saludo, dejándola caer con fuerza sobre un no muerto de considerable tamaño, al tiempo que de su garganta dejaba escapar un verdadero grito de batalla, quizás, el primero de esa índole que daba en su vida. El enemigo cayó fulminado casi de inmediato, y ese cúmulo de cosas sirvieron al muchacho que vestía como una bruja y montaba a lomos de una escoba voladora, tal como lo hiciera una bruja propiamente dicho, para que se viese a sí mismo como alguien capaz de resolver aquella complicada situación. Apretó los dientes con fuerza y trazó rutas imposibles entre los muertos, que le hicieron volar más bajo aún, con los pies a menos de una cuarta del suelo, ejecutando a todos los que se cruzaban en su camino. Durante aquella acción, el extremo de su escoba, el que hacía las veces de punta de flecha, por así decirlo, atravesó el abdomen de un muerto, al que fue arrastrando con extrema brutalidad en aquel ataque suicida. Aquello fue suficiente para hacer volver a Sigfrido a la realidad a la que pertenecía, aquella en la que sabía que no era ningún héroe. Alarmado consigo mismo, alzó el vuelo de inmediato, y, tras esquivar un intento de ser mordido por parte del desagradable pasajero que llevaba a bordo, cortó la cabeza del mismo con la hoja de su espada, empujándolo luego al vacío. Al acompañar con la vista al cuerpo en su caída, tuvo la sensación de que el panorama en la cima de la colina era un tanto caótico. Algunos soldados miraban asustados hacia arriba, justo al sitio donde él estaba. Supuso que confundieron su presencia con la de un enemigo más con el que batirse el cobre debido a su disfraz. 

   Un repentino grito de pavor llamó su atención. 

   Junto a él, a su izquierda, a la misma altura, un asustado guerrero era arrastrado por la acción de una mano que lo sujetaba con fuerza por la solapa, y que pertenecía a alguien que, como él, vestía todo de negro y montaba sobre una escoba voladora, y que no tardó en rebasarle, hasta situarse justo por delante. De pronto, el depredador soltó con crueldad a su presa, que fue a caer sobre una multitud de muertos que no dudaron en darse un festín con el pobre hombre, que no tuvo tiempo de dolerse de los muchos huesos rotos que aquel golpe, a buen seguro, le había dejado. Sus compañeros, horrorizados por lo que acababa de ocurrir, mantenían las filas como podían, pero empezaba a ser evidente que contemplaban con preocupación la posibilidad de ser derrotados. Sigfrido pensó en Cornelio, pues no podía ser otro, en las razones que lo habrían llevado a cometer aquel crimen despiadado. Entonces, notó cómo alguien le daba una palmada en el hombro por el lado opuesto; se trataba del viejo, que le hizo señas para que guardara silencio y no llamar así la atención de lo que debía ser una auténtica bruja que, sin duda, a juzgar por la indiferencia que había mostrado al pasar a su lado, debió tomarlo a él por otra. El muchacho sintió cómo se le aceleraba el corazón, pues reconoció de inmediato el peligro en que se encontraban.

   ¿De dónde habría salido aquella hechicera?

   Quiso decirle al anciano que deberían marcharse de allí cuanto antes, pero éste mantenía la vista fija en la bruja, que ya iniciaba un rápido descenso hacia la hueste de soldados, que seguían valerosamente empeñados en defender la posición, a pesar de todo. Cornelio fue tras ella, con el odio grabado en sus ojos, y Sigfrido, que no sabía hacia dónde ir ni qué hacer, se vio a su vez siguiendo al viejo, cuyo afán por atrapar a la hechicera —que descendía sobre su presa emitiendo una estridente carcajada, ignorando lo que sucedía tras ella— era tal, que logró situarse a su altura. La bruja, percibiendo la cercanía del anciano, giró extrañada la vista hacia él, con la consiguiente expresión de sorpresa. Cornelio, que no le daría más tiempo del necesario, la agarró del largo y enmarañado cabello con la mano que, hasta ese momento, había sujetado la escoba, y tiró de la cabeza hacia atrás con toda la fuerza que pudo. Acto seguido, con la mano que empuñaba el hacha, descargó varios golpes en el cuello desnudo de la hechicera, hasta cercenar su testa. Justo en el momento en que contemplaba triunfante su trofeo, el anciano, olvidando por completo que la acción se desarrollaba en pleno descenso, fue a estrellarse contra el suelo, tras las filas de combatientes, yaciendo su cuerpo junto al de la bruja, cuya malograda cabeza seguía aferrada a la mano de Cornelio. 

   Consternado, Sigfrido contemplaba todo desde el cielo, describiendo nerviosos círculos con su escoba sobre el lugar del accidente. A pocos metros, la batalla parecía alcanzar un punto que podría determinar la suerte de la misma. La línea que formaban aquellos soldados parecía a punto de saltar en mil pedazos. De hecho, algunos zombis, llevados por la imposibilidad de avanzar por el centro, empezaban a flanquear las defensas.

   “Sálvate a ti mismo”, le dijo una voz interior. Y por primera vez, dudó si debía seguir su consejo.

   Imagen tomada de www.medievalchronicles.com Desconozco al autor, por lo que se agradecerá cualquier información al respecto. Si éste prefiriese que su obra no aparezca en esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.


martes, 16 de febrero de 2016

37. Cayendo en picado.

   No se recuerda vuelo más extravagante y peculiar que aquel que protagonizaron Sigfrido, que agarraba inquieto una escoba voladora en cada mano, con los brazos muy abiertos, y Cornelio, que, acuclillado sobre los hombros de éste, mantenía el equilibrio a duras penas. Sin duda, habrían llamado la atención de cualquier criatura que, junto a ellos, surcase los aires, por desgracia, no había pájaros por los alrededores que pudiesen contemplar curiosos aquella nueva y ridícula forma de volar. “¡Menudo par de locos!”, es lo mínimo que habría pensado el jilguero más insignificante que habitara aquellos contornos hasta que, junto al resto de sus plumíferos vecinos, decidiera abandonar el nido aquella misma noche por causas siniestras que, quizás, podrían ser explicadas más adelante. Y fue precisamente por hurgar en un nido en busca de huevos, entre otras cosas, que Cornelio y Sigfrido se veían en aquella comprometida situación.
   Dispuesto a poner fin a tanta inestabilidad, el anciano se preparó para llevar a cabo una temeridad, desoyendo las nerviosas advertencias del joven, que, temiendo más por su suerte que por lo que pudiera sucederle al viejo, trataba de convencer a éste de que reflexionase acerca de las terribles consecuencias que ambos habrían de sufrir en caso de caer al vacío a causa de alguna locura. Sin embargo, Cornelio decidió arrojarse sobre una de las escobas, a la que logró aferrarse con una mano milagrosamente, mientras que, con la otra, aprisionaba el brazo con el que el inquieto joven sujetaba la misma.
—¡A tu edad deberías pensarte más las cosas! —protestó Sigfrido incrédulo.
—A mi edad no se dispone de tanto tiempo como creéis los jóvenes —respondió Cornelio, que soltó el brazo del muchacho, empleando ahora ambas manos en la escoba—. Ya puedes soltarla —dijo.
—¿Y si es una de ellas la que vuela, arrastrándonos a todos consigo? Podría ser que, al yo dejar de sujetarla, te precipitases al vacío en una caída fatal. ¿No has pensado en eso?
—Es probable, tanto como que sea la tuya la que no esté volando y sí la mía.
   Sigfrido no pudo evitar imaginarse a sí mismo cayendo al suelo entre alaridos de terror mientras se abrazaba inútilmente a la escoba equivocada.
—No pienso soltarme —dijo nervioso.
—¡Suelta mi escoba y agarra la tuya! ¿O tendré que usar el hacha para soltarte yo?
   Ante la amenaza de Cornelio, al que Sigfrido veía muy capaz de cumplirla al pie de la letra, no le quedó más opción que obedecer, lo cual hizo tras pensarlo un largo momento en el que ambos se sostuvieron la mirada mutuamente; siendo una inclemente, y suplicante la otra. Con la velocidad que otorga el miedo, el joven liberó el puño que apretaba en torno a la destartalada escoba a la que se aferraba Cornelio y trató de afirmarlo en la que, en adelante, habría de ser la suya, algo que logró tras un momento de terrible incertidumbre. Ambos pugnaron por adoptar una postura de vuelo acorde con lo que se espera en una escoba voladora, al menos, teniendo en cuenta las historias en las que éstas aparecían surcando los cielos mientras eran gobernadas por crueles y malvadas brujas, tales como aquellas que arrastraron al anciano poco antes de perecer en aquel accidente provocado por la osadía de su indómita presa. Por descontado, fue Cornelio el primero en lograr su propósito, respondiendo la escoba al instante deteniendo su ascenso y permaneciendo dócilmente en el aire, sin balanceos de ningún tipo. Sigfrido, en cambio, apenas lograba suavizar el abrazo con el que se aferraba a su escoba, que seguía ascendiendo sin control.
—¡Trata de calmarte! Tengo la firme impresión de que responde al estado de ánimo, puede que incluso también a la intención, o eso creo —le advirtió Cornelio, que comprobaba cómo la escoba respondía a sus deseos de desplazarse lentamente en círculos con la voluntad de sus pensamientos, aunque no con toda la exactitud que quisiera. “No parece difícil”, pensó extasiado.
   De súbito, tuvo la desagradable sensación de que no todo estaba como debiera. Llevado por un repentino impulso, echó mano al lugar donde había alojado el libro, descubriendo con horror que el hueco entre la guita que usaba a modo de rudimentario cinto y el tejido de su ropa estaba vacío. 
—¡Nooo! —gritó fuera de sí.
   Le bastó una nerviosa mirada hacia abajo para advertir que, tal como temía, el libro se precipitaba al vacío en caída libre. Sin duda, la fatalidad debió suceder mientras se esforzaba por hacerse con la escoba, para la que fue suficiente un firme pensamiento de su jinete para lanzarse en un espectacular picado en persecución del negro volumen. Cornelio, lejos de temer un trágico final, apretaba los dientes con rabia, dispuesto a perecer, si era preciso, con tal de recobrar aquel tomo con el que pretendía descubrir los oscuros secretos de la magia, si es que sus sospechas al respecto eran ciertas. “Quizás esté perdiendo la cabeza”, le decía la voz de la razón.
   Cuando Sigfrido logró sentarse a horcajadas sobre su escoba, la cual comenzó a responder igual que hizo la de Cornelio, aunque con menos suavidad, oyó el largo y profundo grito de éste, que le llegaba de más abajo. Al ver cómo el viejo se dejaba ir con violencia hacia el suelo, sintió el deseo de ir tras él y prestarle alguna ayuda, si es que la necesitaba, aunque le preocupaba sobremanera el hecho de ir a tanta velocidad, por lo que su escoba, atendiendo a las necesidades del que entendía era su amo, inició un descenso tan lento y suave que apenas era percibido por Sigfrido, que tardó unos instantes en darse cuenta de lo que estaba sucediendo. “Pierdo altura”, pensó. “Es como si pudiese manejarla con el pensamiento”, reflexionaba sorprendido.
   Atraído por lo que sucedía arriba desde que oyera ese sordo ruido provocado por el libro al caer, el zombi con muñones por brazos mantenía fija la vista en el cielo. Era indudable que algo o alguien descendía a una endiablada velocidad, y ese movimiento produjo en él un efecto hipnótico al que fue incapaz de resistirse. Lo último que vio, fue el brillo de la hoja de un hacha, justo antes de que ésta se clavase en su cabeza, poniendo un repentino y misericordioso fin a una existencia miserable. Acto seguido, la escoba en la que montaba Cornelio se detuvo en el instante en que el impacto parecía inminente. Éste, aún maravillado por un descubrimiento tan asombroso como el que acababa de hacer, desmontó, tomando el mágico objeto con una mano, y se dirigió a recuperar el arma, incrustada en la testa del cadáver, usando los andrajos que éste vestía para limpiar los despojos que la impregnaban luego de perforar el cerebro del mismo. Después, tras guardarla en el lugar dispuesto para ello, fue hasta donde yacía el libro, que pareció recibir con agrado el tacto de su mano, si es que eso era posible. El anciano contempló incrédulo el aspecto del siniestro tomo, intacto, a pesar de la dureza del golpe. Aliviado, posó sus labios sobre el mismo, depositando en la inmensa negrura de su cubierta un dulce beso, estrechándolo luego contra su pecho, embargado por un repentino e inexplicable sentimiento de amor, por así decirlo. De súbito, una solitaria lágrima recorrió su rostro. En ese preciso momento tomó tierra Sigfrido, que se aclamaba a sí mismo por lograr el gobierno de su escoba contra todo pronóstico.
—No es tan malo cuando sabes cómo hacerlo, aunque tengo que aprender a mirar menos hacia abajo —decía—. ¿Qué ocurría? Cuando te vi bajando a esa velocidad llegué a preocuparme.
   Cornelio se volvió a mirarlo con aire ausente y desconfiado.
—Alguien como tú jamás lo entendería —respondió.
—¿Qué debería entender? —preguntó Sigfrido burlón.
   Cornelio montó sobre su escoba y, aún contrariado, dudando de si lograría llevar a cabo su deseo, le pidió alzar el vuelo. Ésta respondió casi al instante, deslizándose por el aire describiendo círculos concéntricos.
—Para empezar, caminar es un asunto del pasado —dijo, con los ojos puestos en el alto cielo.
   Sigfrido, al que no terminaba de agradar la idea de volver a emprender el vuelo justo después de tomar tierra, comprendiendo que negarse equivalía a quedarse solo, imitó al anciano, aunque su escoba realizó un despegue donde la elegancia fue célebre por su total ausencia. Fue así que, aquellos que en un principio volaron juntos en una extraña sociedad, lo hacían ahora por separado montados sobre sendas escobas voladoras.
   Antes de superar la altura de las copas de los árboles, les llegó el sonido de unos cuernos, tras los cuales, comenzó el redoblar de una multitud de tambores. El corazón de Sigfrido dio un vuelco, pues aquello le trajo recuerdos de un pasado no demasiado lejano, en que formaba parte de un aguerrido ejército; alguien marchaba a la batalla.
   La imagen pertenece a la portada de "Brujas de viaje", fantástica novela perteneciente a la saga Mundodisco, creada por  el genial Terry Pratchett. El creador del dibujo es el también genial Josh Kirby.

domingo, 7 de febrero de 2016

36. Subir y bajar.

   El que una vez en el pasado respondiese al nombre de Renato Orondacintura, carnicero de profesión que gozaba de muy dudosa reputación, miraba rabioso y expectante hacia arriba. De tenerlos aún, también extendería sus brazos hacia el mismo lugar donde fijaba sus grotescos ojos, pero sólo contaba con dos feos muñones putrefactos que le servían para bien poco. Su muerte le sobrevino cierto día, cuando, durante una borrachera muy severa, decidió que, antes de volver a casa, pasaría por la hacienda de Glorificada Vientreperverso, a la que solía visitar para saciar sus más bajos instintos animales, algunos incluso monstruosos, a cambio de una módica cantidad de dinero que, según la meretriz, nunca era suficiente cuando se trataba de soportar las exigencias de un cliente tan insaciable y degenerado, más si contemplaba que tenía esposa y dos hijos a los que apenas hacía caso si no era para reñirles en exceso, cosa que hacía habitualmente.
   Cuando Renato llegó a la casa de la mujer, situada a las afueras del pequeño pueblo donde vivía, se extraño de que la puerta estuviese abierta de par en par, como forzada, pero, pensando que así sería todo más fácil y rápido, entró tambaleante en la misma, donde, una vez dentro, captó un extraño ruido que, a pesar de la cogorza que tenía a bien disfrutar, acabó por alertarle. Estando todo muy oscuro, pues era de noche, decidió encender un candil que la dueña de la casa solía dejar muy cerca de la entrada junto a unas cerillas, para ocasiones en las que, por causas tan diversas como también eran comunes de su profesión, pudiera llegar tarde. Como asiduo cliente, Renato conocía este detalle, así como otros más, por lo que no tuvo problemas en hacerse con el artilugio y, a la tercera cerilla, por fin, encenderlo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la débil luz, comprobó que todo estaba patas arriba, como si aquel lugar hubiese sido el escenario de una batalla desesperada. No había nadie a la vista, sin embargo, aquel extraño sonido le llegaba de la planta superior, donde se hallaba el dormitorio en el que la hermosa señora desplegaba todos sus encantos con cualquiera que pudiese costearse sus codiciados servicios. Renato supuso que también sería el mismo lugar donde ésta debía dormir las pocas veces que la dejaban tranquila, y fantaseó con la idea de meterse algún día entre sus sábanas mientras soñaba y poder así despertar junto a ella, si es que era capaz de conciliar el sueño con semejante belleza al lado.
   “El estado en que ha quedado todo y estos ruidos se deben sin duda a alguna extravagante petición de alguien incluso más degenerado que yo”, pensó con depravación.
   Animado por las ingentes cantidades de vino ingeridas, Renato subió las estrechas escaleras dispuesto a fisgonear qué sucedía allí y, llegado el caso, también mezclarse en la faena. Pagaría lo que fuese, aun la recaudación íntegra obtenida aquel día con la venta de carne, parte de la cual, había dejado en la taberna de la que era fiel parroquiano.
   A cada peldaño, los ruidos se fueron haciendo más nítidos, aunque no era capaz de reconocerlos. Sólo una cosa tenía clara, que en la habitación había más de una persona, y que a juzgar por lo que oía, se debía tratar de gente muy obscena, para felicidad suya. Ya junto a la puerta de la misma, asomó la cabeza, pero al no atreverse en un principio a acompañarse del candil, no logró ver más que sombras en movimiento. Decidido a saciar su curiosidad, alargó el brazo que sujetaba la lamparilla y volvió a mirar, lo que le llevó a hacer un descubrimiento de un horror indescriptible. El mobiliario del dormitorio, al igual que sucediera en la planta baja, estaba prácticamente destrozado, las cortinas y las sábanas deshechas y revueltas, volcado el lecho. En el centro, media docena de desconocidos, con un aspecto aterrador, se empleaban con entera dedicación a devorar el cuerpo sin vida de una mujer que yacía en el suelo al tiempo que emitían gruñidos, diríase que de satisfacción. Paralizado por el terror, Renato reconoció el rostro del cadáver, que, aún intacto, permanecía contraído en un gesto de pavor y sufrimiento que haría cruzar el umbral de la locura a cualquiera que lo viese. Se trataba de ella, la misma a la que había ido a buscar en pos de hallar gozo entre sus estilizadas piernas, ahora destrozadas a causa de los mordiscos, al igual que su vientre.
   Huir hubiese sido la reacción más sensata, pero el hombre, cuya mente era nublada por la bebida, rompió su parálisis avanzando decidido e iracundo hacia el grupo de asesinos caníbales, irrumpiendo en su festín interponiendo sus brazos entre ellos y la víctima, apartándolos con fuerza mientras los condenaba a gritos por aquel acto tan repudiable. “¿Cómo os atrevéis con ella? ¡Tan hermosa! ¡Es mía! ¡Mía!”, decía enloquecido. En la refriega, el candil cayó sobre los restos de la meretriz, y la pequeña llama prendió en la ropa, hecha jirones, extendiéndose con extrema rapidez. Mientras el fuego cobraba vigor, Renato, que seguía en su insistencia de alejar todas aquellas fauces del cuerpo del que se alimentaban, contempló sobrecogido cómo éstas, después de que varias manos frías como el hielo le aprisionaran los brazos, se cerraban en torno a su carne, arrancándola con tremenda voracidad. Apenas sentía dolor a causa del vino que adormecía su cuerpo, pero su mente, aunque careciera de la frescura propia del que está sobrio, fue consciente de lo que aquello suponía. Trató de zafarse desesperado, pero la fuerza que reunían aquellas manos era irresistible. En el frenesí del banquete, aquellos seres diabólicos descarnaron las extremidades en cuestión de minutos ante la incrédula mirada de Renato, que, impotente, acompañaba cada mordisco con un grito de espanto. Pronto, las llamas treparon por las piernas de sus asaltantes, que, lejos de quejarse por el dolor, seguían dedicando toda su atención a su aterrada comida, que, quizás por instinto, volvió a avivar sus intentos de fuga dando nuevos y desesperados tirones. Aquellos seres, pues ya tenía claro que no se trataba de gente normal, respondieron afirmando su presa y atrayéndola hacia ellos y las llamas. Tal era la fuerza con la que Renato se resistía y la fiereza con la que sus depredadores, envueltos ya por el fuego, tiraban de él, que sus brazos, o lo poco que quedaba de ellos, acabaron desprendiéndose de su posición natural; primero uno, después otro, quedando éstos en poder de sus nuevos dueños. El carnicero, viéndose libre, se giró sobre sus pasos y huyó despavorido escaleras abajo. El dormitorio de la pobre mujer estaba condenado a arder, con él, también sus restos y aquellos diablos junto a sus mutilados brazos recién arrancados. “¿Cómo atenderé ahora el negocio sin ellos?”, pensó desorientado.
   Ya abajo, aún guiado en la oscuridad por la luz que le llegaba del incendio que se originaba en el piso superior, Renato se volvió antes de salir, echando un último vistazo al interior de la hacienda de la hermosa Glorificada, que tan trágico final había tenido. Entonces, corrió, sin tener en cuenta hacia dónde dirigirse, pues sólo pensaba en alejarse de allí. Cayó sin sentido, debido a la hemorragia, no demasiado lejos de la casa, que comenzaba a ser pasto de las llamas. Ni un último pensamiento para su mujer y sus hijos, ni siquiera para su difunta madre, tan sólo el recuerdo de sus burlas acerca de esos rumores sobre muertos que, de repente, caminaban y devoraban a los vivos. Después, exhaló su último aliento, y su alma, lejos de hallar un inmerecido descanso, fue devuelta a su cuerpo, condenada a sufrir en su interior un encierro eterno y lleno de dolor, que sólo sería calmado cada vez que diera muerte a un ser vivo a golpe de colmillo. Y así fue que vagó sin rumbo al despertar como no muerto, sin recordar quién era ni qué hizo, sin pensar en nada ni nadie, sólo buscando un latido que apagar.
   Pero aquello sucedió hace días. Ahora, el muerto viviente que antes fuera Renato, miraba hacia arriba, acompañando a sus vacíos ojos con sus feos muñones, queriendo alargar los brazos que no tenía hasta las alturas, donde había escapado aquella bruja que olía tan intensamente como un ser humano.
   Así permaneció un tiempo, pues, aunque ya no recibiera ese hedor tan apetitoso, sí que seguía estimulado por los extraños movimientos que llevaban a cabo en el aire aquellos dos sujetos vestidos de negro con esas escobas, y el sonido de sus alteradas voces. Al cabo de un momento, conforme fueron ganando altura, empequeñeció su figura y dejó de oírlos, por lo que su interés se fue apagando. Cuando ya se volvía para marcharse, un ruido sordo se oyó tras él. Inmediatamente, el que antes fuera Renato, giró sobre sus talones y caminó resuelto hasta el lugar donde se había producido el sonoro incidente. No había nada que llamase su atención, salvo un objeto más negro que la noche, que parecía incrustado en la tierra. Si pudiese recordar algo, sabría que no había estado allí un instante antes, y que el artilugio en cuestión, sin ninguna duda, debería haber caído del cielo.
   Como un bobalicón aturdido por un dilema irresoluble al que quiere hallar una respuesta a la que no puede llegar, el zombi anduvo tambaleante en torno al libro, que, a pesar del golpe, permanecía intacto. Entonces, oyó una voz iracunda lamentarse desde arriba: “¡Nooo!”, decía el largo y estridente grito. Renato, o lo que antes era él, miró hacia el alto cielo, y el descubrimiento que hizo le hubiese valido para pensar, de poder hacerlo, que todo lo que sube, acaba bajando.
   Imagen extraída de www.blandmaloso.blogspot.com Desconozco al autor, por lo que cualquier información sobre el mismo será bienvenida. Si éste prefiriera que su obra no apareciese en esta publicación, no tendrá más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.

miércoles, 3 de febrero de 2016

35. Huevos de pájaro.

      “Perdido”, pensó Sigfrido, que, desanimado, se dejó caer entre la fronda y el musgo, rodeado de coníferas cuyas susurrantes hojas eran mecidas por una suave brisa fresca. “Perdido y, para colmo, sin darme la oportunidad a mí mismo de encontrar la senda correcta. Sí, quizás sea más cómodo llamar a otro, como acabo de hacer, para que sea él quien la busque por mí. ¿Tan incapaz soy? ¿Pero cómo ha sido ahora? Quizás, cuando tuve esa extraña sensación de que alguien trataba de guiar el discurrir de mi mente; es posible que me despistara entonces. Qué extraño me sentía, como si hubiesen querido desplazarme de mí mismo. ¿Y por qué pensaba en Cornelio como alguien a quien venerar y servir? Es todo muy inquietante y siniestro, tanto como esos muertos que caminan y esas brujas que vuelan, o el fantasma de ese niño".   "Todo va de mal en peor desde que me alisté en el ejército para combatir en aquella guerra. En realidad no quería medir mi valor lastimando a nadie, sólo brillar y ser admirado. Pero la ilusión se esfumó en cuanto presencié el horror y el sufrimiento. ¿Qué locura lleva al hombre a dar muerte a sus semejantes? Huí, y para ello no tuve reparos en engañar a una buena persona, alguien que me tenía por amigo y a quien no dudé en mandar de nuevo a la contienda para que vengara la que él creyó sería mi irremediable muerte. ¿Y qué puedo decir de cuando abandoné al buen Alonso en aquel pequeño cementerio, rodeado de esos zombis, inventando una mentira que pudiera justificarme. Qué bueno que el muchacho se las arregló para salir de allí con vida. Pero yo..., no hay un solo gesto del que pueda enorgullecerme. ¿Qué hago? ¡Basta! ¿Cómo pretendo seguir adelante con semejantes reflexiones! Sigo vivo, y eso no creo que sea algo que muchos hubiesen podido celebrar de estar en mis circunstancias. Sí, aún respiro, y eso es bueno, por muy viciado que este el aire. Estas verdades de las que me lamento y muchas otras, si alguien supiese de ellas... No, nadie sabrá. A fin de cuentas, todos se disfrazan de lo que no son; eso decía mi padre cuando aún vivía, ¿o era mi madre? Fuese quien fuese, yo mismo soy un claro ejemplo de que llevaba razón. No hay más fin que vivir, a pesar de todo, y hoy día, no es poca cosa”.

—¿Dónde estás? —llamó Cornelio de súbito, interrumpiendo la reflexión de Sigfrido.

   Éste se puso en pie, tratando de adoptar una actitud apropiada, aunque sólo fuese de cara al exterior.

—¡Estoy aquí! —exclamó.

   Las pisadas de Cornelio empezaron a sonar más cercanas, aunque aún no se veían el uno al otro.

—Me pregunto cómo es que te has extraviado en un recorrido tan miserablemente corto; ¿pensabas en algo que requería demasiada atención, tal vez? —iba diciendo el viejo mientras andaba, en clara alusión al supuesto hechizo fallido que, estaba prácticamente convencido, había tratado de lanzar sobre el muchacho. Ardía en deseos de saber si, realmente, Sigfrido había sentido algo al respecto; ¿pero cómo preguntar una cosa así sin ser directo?—. Supongo que tampoco habrás encontrado nada con lo que matar el hambre.

   En ese mismo momento, guiados por una fuerza invisible, como puede ser la propia suerte, los ojos de Sigfrido fueron a posarse en las ramas de un árbol, entre las cuales, había sido construido un nido. Entonces, teniendo en cuenta la ausencia de pájaros aquella mañana, reparó en que, si éstos se habían marchado, no habrían podido llevarse consigo sus huevos.

—Sí que habrá desayuno, nada que ver con aquellas ratas que preparaste —dijo, empleando un tono de fingida autosuficiencia.

   Fue entonces que la figura encorvada de Cornelio hizo acto de presencia. Al fin, ambos se tenían el uno frente al otro.

—Imagino que te refieres al aire, pues, salvo la espada y la escoba, tus manos no tienen nada que pueda apetecerme —comentó, al ver que Sigfrido no tenía nada que ofrecerle.

   El muchacho señaló hacia el nido.

—Por eso te llamé en realidad, aunque pienses que fue porque me perdí —mintió resuelto—. Si observas, el nido está en un lugar donde, por circunstancias del terreno, no puedo trepar, pero si me subo sobre tus hombros, esos huevos serán nuestros.

   El anciano dejó escapar una sonrisa.

—Subirte sobre los cansados hombros de un viejo y tocar los huevos con esas manos, que, teniendo en cuenta lo sucedido ayer por la tarde, habrán de estar tan limpias como los excrementos de un cerdo. ¡Ni lo sueñes! Serás tú el que ofrezca sus hombros y yo el que se suba a ellos para agarrar esos deliciosos huevos, si es que queda alguno en el nido.

—También podríamos usar las escobas —propuso Sigfrido, al que no agradaba del todo la perspectiva de cargar con el peso del viejo, aunque éste no pareciera demasiado pesado—. La mía, al menos, sabemos que aún vuela.

   Cornelio torció el gesto, pensativo.

—Inténtalo —dijo.

   Sigfrido envainó la espada y se pasó la escoba entre las piernas, luego, suponiendo que debía centrar su atención en algo, miró fijamente hacia el nido y, esperando iniciar el vuelo, dio un brinco, que resultó acabar como cualquier otro; con los pies en el suelo. Decepcionado, lo intento un par de veces más, con idéntico resultado. Tras dedicar una significativa mirada a Cornelio, que daba muestras de estar aburriéndose, comenzó a correr con la escoba en la misma posición y a dar enérgicos saltos a cada pocos pasos, lo que resultaba poco menos que ridículo. Tampoco aquello funcionó.

—Cuando lo veas oportuno, estaré encantado de subirme sobre tus hombros —dijo Cornelio, que empezó a ojear el libro.

—¡No lo entiendo! ¿Por qué voló ayer sin que nadie le dijera nada? —protestó Sigfrido, que ya se situaba cerca del tronco del árbol en cuestión.

—Supongo que algo debió pasar para que emprendiera el vuelo —razonó Cornelio, que, tras tender al muchacho su escoba y sujetar el libro al vestido con la misma guita donde colgaba el hacha, trepó por la espalda de éste, que antes tuvo el detalle de agacharse y facilitarle así la tarea—. Ahora, si puedes, trata de levantarte para que pueda llegar hasta esos huevos.

   Con una escoba en cada mano, Sigfrido, consciente de la importancia de no hacer movimientos bruscos, comenzó a alzarse con cuidado. Le había sorprendido la habilidad del anciano para colocarse en la posición idónea, pero más le sorprendió el poco peso de éste, aunque no esperara demasiado. “Sin el libro, que pesa lo suyo, sería incluso más liviano”, pensó.

—¡Ya están a mi alcance! —celebró Cornelio—. ¿Te he dicho alguna vez lo mucho que me gustan los huevos?

   El anciano estiró el brazo hacia el nido, mientras tanto, a Sigfrido lo alertó un ruido que venía de atrás. Por instinto, quiso volverse a mirar, a lo que el viejo protestó con un gruñido de desaprobación.

—¡Estate quieto, hombre!

   Entonces, oyeron el lamento propio de los muertos, al que, a pesar de todo, no acababan de acostumbrarse. Sigfrido, finalmente, optó por volverse tan despacio como pudo, lo que obligó a Cornelio a mantener el equilibrio sobre sus hombros haciendo auténticos malabares.

   Antes de que nadie dijera nada, las miradas de ambos se toparon con la oronda figura de un extraño espécimen de zombi al que le faltaban ambos brazos casi en su totalidad. La criatura, que en un principio parecía haber irrumpido en escena por mera casualidad, comenzó a olfatear el aire casi de inmediato, y, por consiguiente, a excitarse.

—¿Qué hace? —preguntó el joven, boquiabierto.

—La brisa hace que le llegue tu puñetero mal olor —respondió Cornelio, que seguía guardando el equilibrio.

   De súbito, el no muerto miró amenazante a Sigfrido, que, permaneciendo muy quieto, con una escoba en cada mano y cargando al anciano sobre los hombros, comenzó a sospechar que tenía serios motivos para estar preocupado. El muerto, furioso, movió los muñones de los brazos, como si quisiese agarrar al muchacho, dirigiéndose acto seguido hacia él con ese característico y torpe caminar tan peculiar en aquella grotesca especie, y que, en su caso, además, evidenciaba una acusada cojera.

   Sigfrido, desoyendo los consejos de Cornelio, que le pedía que mantuviera la calma, giró sobre sus pies y emprendió la huida apoyándose en las escobas a modo de bastones mientras avanzaba dando rápidos pasos aunque muy cortos. El anciano, que estuvo a punto de caer, se vio obligado a devolver al nido los huevos capturados, que fueron dos, y a inclinarse sobre la cabeza del muchacho, a la cual se agarró tomando un puñado de pelos en cada mano, lo que provocó las airadas protestas del joven. Así, de esa guisa, anduvieron los tres en círculos, o dos, mejor dicho, pues uno, más que caminar, montaba sobre otro.

   Debido a la complejidad con la que se movía Sigfrido, el zombi, a pesar de sus muchas limitaciones físicas, le fue ganando terreno, hasta llegado un punto en que el agobiado muchacho casi podía sentir su aliento en el cogote. “De tener enteros los brazos, ya me habría cogido”, pensó horrorizado.

—¡Esto es una verdadera vergüenza! —gritaba el viejo ofuscado—. ¡Deja que me baje y pelee! Ése no me dura más de un golpe.

—¡Ni lo sueñes! –se negaba Sigfrido—. Si quieres bajar y pelear, hazlo de un salto. No pienso pararme para que me muerda mientras tú desciendes con toda tranquilidad. ¡Salta ahora y pártete la crisma, si quieres!

—¡Maldito idiota! No me quiere a mí, sino a ti y a tu nauseabundo olor a porqueria. Si tuviese veinte años menos ibas a ver.

—Si al señor le molesta el olor del transporte puede bajarse cuando guste, con sus veinte años de más, por cierto.

—¡Eres un cobarde pestilente! —rugió Cornelio.

—¡Y tú un viejo arrogante con muy mala baba! ¡Déjame en paz!

   Mientras esta discusión se daba, la criatura se acercó más aún, tanto, que a punto estuvo de morder a Sigfrido. Entonces, tras proferir éste un grito de absoluta angustia y terror, sintió que ambas escobas empezaban a tirar de él hacia arriba.

—¿Qué sucede? —preguntó Cornelio alarmado.

—Algo me dice que el suelo está ahora mucho más abajo que antes —respondió Sigfrido.

—¡Es cierto! ¡Estamos volando! —exclamó el anciano, que, asombrado, dirigía la vista hacia el suelo, desde donde el zombi los seguía con la mirada.

—Sí, volamos, pero no sé cuánto podré soportar agarrado a estas escobas contigo encima de mí, tirándome tan fuerte del cuero cabelludo —advirtió Sigfrido, cuyas fuerzas empezaban a ceder.

   Cornelio, abrumado por la sensación, apenas era consciente del peligro que corrían.

—¡Estamos volando! —celebró entre risas.

—¡Sí, es fantástico! Pero no creo que éste sea el modo más apropiado: yo, sujetando dos escobas; tú, subido a mis hombros y a punto de provocarme una severa calvicie con tanto tirarme del pelo.

   Cornelio pensó que, tal como advertía Sigfrido, para tratarse de su primer vuelo, segundo del muchacho, la experiencia estaba resultando de lo más arriesgada, por no mencionar las formas, que no eran nada elegantes, por más que las circunstancias así lo hubiesen dispuesto. "Hay que poner remedio a esta caótica situación. Me haré con mi escoba y aprenderé a manejarla, al igual que hallaré el modo de hacerme con ese dichoso libro. Quién sabe, quizás, con un poco de suerte, acabe convirtiéndome en un brujo de renombre". Aquel pensamiento, lejos de preocupar al anciano, le hizo dibujar una maliciosa sonrisa. "Sí, un brujo. Por qué no".

   Nada de aquello ocurriría si no salían de aquel entuerto. Debía subirse a su escoba, y debía hacerlo en aquel momento.

   Se preparó para saltar.

—¿Qué te propones? —preguntó Sigfrido, que creía adivinar lo que ocurriría en cuestión de segundos.

   Imagen tomada de www.villadanieli.com Desconozco la identidad del autor, por lo que será bienvenida cualquier referencia al mismo. Si éste prefiriese que su obra fuese retirada de esta publicación, no tiene más que ponerse en contacto conmigo y hacérmelo saber.