miércoles, 20 de julio de 2016

47. Desleal lealtad.

   Cuando Herminio Bolsasinfin, gobernador de Mediapiedra por designio del rey, título que obtuvo a cambio de una serie de favores que más le valía callar para siempre, fue despertado de improviso restando aún algunas horas para la llegada del nuevo día, sintió deseos de apalear hasta la muerte —casi en sentido literal— al causante de tal desfachatez, aunque, viendo que se trataba de uno de los guardias destinados a la puerta sur de la empalizada, se dejó llevar por la sensatez y escuchó con atención lo que éste tenía que decirle; tras lo cual, decidió dar extraordinaria audiencia al singular grupo de recién llegados que, según el centinela, exigían verle con la máxima brevedad dada la urgencia de los tenebrosos asuntos que habrían de ser tratados.   Así pues, azuzado por la prisa, tratando de actuar como pensaba debía hacerlo toda autoridad que quisiera aparentar estar a la altura de las circunstancias, Herminio Bolsasinfin, aún arropado por su largo y cuadriculado camisón de terciopelo, calzando unas pantuflas de andar por casa y tocando su cabeza con un gracioso gorro de dormir, no se hizo esperar, y más pronto que tarde, por así decirlo, se vio sentado frente a aquella gente, entre quienes vio un rostro conocido y una niña de no más de diez u once años, a los que, luego de dar la bienvenida y pedirles que tomaran asiento en torno a la larga mesa situada en la parte central de un gran salón, el mismo donde eran celebrados los consejos considerados importantes para el devenir de la localidad que regentaba, los invitó a contar cuanto estimaran oportuno acerca de los extraños acontecimientos que aseguraban haber presenciado como testigos de primer orden. Su inquietud fue en aumento conforme las palabras de unos y otros fueron dando forma a una historia que le habría parecido inverosímil un tiempo atrás, más que posible en aquellos días aciagos. Aun Alonso, impedido para el habla y de muy justas entendederas, dio su propia versión de los hechos acompañando con exagerados gestos su ininteligible perorata. Por suerte, Lúcida, su hermana, sirvió como intérprete, por lo que todos pudieron entender a la perfección la singular exposición del descomunal y voluntarioso muchacho, que, al acabar, se sintió satisfecho consigo mismo por no haber olvidado un solo detalle de lo vivido.

   Tanto Herminio como el centinela que ante él llevase a aquellas personas, también presente en la estancia, no pudieron evitar asombro y estupefacción por lo que allí estaba siendo revelado. Cuando no hubo más que contar, una sombra de preocupación oscurecía los rostros de ambos.

—Aquí, donde, de un tiempo a esta parte, venimos sufriendo los devastadores efectos de una oleada de fenómenos inexplicables, todos ellos de índole fantasmagórica, nos creíamos el epicentro de una especie de maldición, como si el mismísimo infierno hubiese abierto sus puertas en la plaza central del pueblo —dijo el gobernador tras un momento de silencio—. Cuando todo comenzó, tan sólo se trataba de una serie de inquietantes ruidos y alguna que otra voz susurrante nacida en la oscuridad de cualquier rincón olvidado. Aunque no tardamos en ver las primeras apariciones de nuestros antepasados, que nos atormentaban mientras estábamos solos o dormíamos. La propia guardia dejó de patrullar algunos sectores de la ciudad por miedo a lo que pudieran encontrarse.

—Una decisión bastante comprensible, si se me permite el comentario —observó el soldado, en pie junto a Herminio.

—Ahora, dando por cierta vuestra historia, pues no veo razón para que hayáis mentido, las cosas empeoran gravemente —prosiguió el gobernador, que parecía un tanto molesto por la interrupción del guardia—. Por suerte, soy un hombre precavido, por lo que, siguiendo mi instinto, ante la supuesta inoperatividad del rey, pues desconocía su decisión de dispersar a sus mejores caballeros a lo largo y ancho del reino para recabar información sobre estos turbios asuntos, envíe ayer mismo una misiva al afamado capitán Eliseo Portebrillante, con quien guardo una excelente relación, y cuyas tropas se encuentran acuarteladas a mediodía de aquí. 

—¿Eliseo Portebrillante, decís? —preguntó, sorprendido, Crisanto—. ¡Conozco a ese hombre!

—¡Magnífico! —celebró Herminio—. Estaréis conmigo en que se trata de un célebre y carismático personaje, justo lo que necesitamos.

—Es esclavo de su propia vanidad —protestó el caballero.

—No puedo negar que se trata de alguien que se otorga a sí mismo un gran valor, quizás más del que debiera —reconoció el gobernador—. Pero junto a él viajarán quinientas lanzas empuñadas por manos experimentadas, y ese detalle puede hacer que ciertas cosas sean pasadas por alto, ¿no creéis, Crisanto?

—¡Quinientas lanzas! ¿Con cuántas contáis vos?

—No más de cincuenta, todas ellas manejadas por gente que, con toda probabilidad, les han dado el mismo uso que darían a un largo bastón en el que apoyarse para echar alguna que otra cabezada cuando tumbarse en el suelo no es una opción —respondió Herminio, acompañando sus palabras con un claro gesto de decepción.

—Mucho me temo que así sea, señor, a excepción de Antonio Plomocansino, el sargento encargado de la puerta sur, el mismo que me ordenó traer a estos viajeros ante vos; él sí sabe manejar las armas con cierta profesionalidad, o eso es lo que se dice —dijo el soldado, que, nuevamente, se había atrevido a hablar.

—Sí, quizás Plomocansino sea la única lanza en toda la guarnición de Mediapiedra capaz de hacer daño si se lo propone, y no por efecto de la suerte —coincidió el gobernador.

   Nicodemo, sentado junto a Lúcida, parecía querer tomar la palabra.

—No entiendo qué se pretende con poco más de quinientas lanzas ante una horda de no muertos, tal como mis acompañantes los describen. Las manos que sostienen esas armas pertenecen a hombres que, en su mayoría, acabarán cediendo al miedo en cuanto tengan ante sí una visión que sólo de pensarlo me horroriza, aunque es cierto que no soy soldado ni nunca he poseído un corazón aguerrido como para que mi opinión sea tenida en cuenta. En el mejor de los casos, si se decide defender la plaza, puede que se lograra mantenerlos al otro lado de la empalizada, pero eso nos dejaría encerrados en medio de una marea de desolación de la que, mucho me temo, no seriamos capaces de escapar; acabaríamos cediendo al hambre y la locura —dijo.

—Pues precisamente esa es la idea, defender la plaza. La gente de este pueblo querrá ver cómo sus casas, sus pertenencias, son defendidas por aquellos a quienes pagan sus impuestos —señaló Herminio—. ¿Preferirías acaso que abandonásemos esa casa de las afueras donde vives, que tanto trabajo les costó a tus padres levantar, a pesar de lo que trató de hacer contigo la puerta de la entrada?

—No me apetece marcharme y dejarlo todo, mucho menos siendo de noche y tras lo ocurrido antes y durante un trayecto tan corto, no quiero ni imaginar lo que podría suceder en una travesía de mayor calado, pero tengo el presentimiento de que quedarnos empeoraría las cosas aún más, si cabe —dijo Nicodemo, que trataba de ser elocuente a pesar de su nerviosismo.

—Bien pensado, no parece tan mala idea esa de marcharnos, ayudaría a evitar víctimas, al menos durante un tiempos —opinó Crisanto—. Podríamos dirigir a los ciudadanos más al norte, ya se nos ocurrirá algo por el camino.

—¿Ordenar el desalojo urgente de Mediapiedra e improvisar sobre la marcha cómo organizar un exilio de más de mil almas? Está claro que elegisteis bien el oficio, caballero; lo vuestro es empuñar la espada, no gestionar —protestó incrédulo Herminio, que, luego, pareció hundirse en sus propias cavilaciones antes de proseguir—. Será mejor que os retiréis a descansar, el agotamiento se refleja en vuestros rostros y os nubla el juicio. Abelardo Luengapicota, aquí presente, os proporcionará alojamiento en Aquí Bebe Quien Paga, una taberna que regenta un buen amigo mío. No habréis de preocuparos por la cuenta, que correrá a cargo de la comunidad a la que tan buen servicio prestáis con esta información que acabáis de transmitirme, es lo menos que puedo hacer por vosotros en estos momentos.

—Torcuato Vinoagrio no suele atender visitantes nocturnos, menos aún desde que las cosas se pusieron feas —advirtió Abelardo, que, según observaba Lúcida, poseía una nariz que hacía sobrados honores a su apellido.

—Si ese desagradecido de Vinoagrio hace oídos sordos a tu llamada, tienes total libertad para echar abajo la puerta de su casa. La cuenta de su reparación correrá a cargo de las arcas públicas, por supuesto.

—Así será, gobernador —dijo Abelardo, que, acto seguido, hizo señas a Nicodemo y los otros para que dejaran sus asientos y lo acompañasen.

—¿Qué pensáis hacer? —quiso saber Crisanto antes de salir del salón.

   Herminio dejó escapar un largo suspiro antes de responder.

—Cumplir con mi deber, no os quepa la menor duda, tal como haríais vos en mi lugar, caballero.

   Crisanto pareció vacilar, entonces, inclinó la cabeza a modo de despedida y se unió a sus compañeros. Nicodemo lo recibió con palabras a propósito del encuentro que acababan de tener, tratando de intercambiar impresiones con alguien que, al contrario que Alonso, pudiera comunicarse con algo más que gemidos y gruñidos.

   Una vez estuvo a solas, tras aguardar lo que supuso sería un tiempo prudencial, Herminio Bolsasinfin saltó de su silla y abandonó a toda prisa la estancia. Subió a sus aposentos, donde tomó un grueso pero elegante abrigo como única prenda, y se precipitó hacia las caballerizas, donde, con gran agitación, llevó a los dos caballos que tenía en propiedad a engancharlos a un viejo carro que esperaba cargado con todo el oro que pudo amontonar desde que, un par de días atrás, decidiera, en secreto, abandonar a su suerte a los habitantes de Mediapiedra, dada a la insostenible situación del pueblo desde que los fantasmas y otros fenómenos decidieran ponerlo todo patas arriba. La verdadera razón por la que Eliseo Portebrillante había sido llamado no era otra que la de protegerse a sí mismo con ayuda de sus lanzas para cuando todos lo vieran salir con el dinero de las arcas, cosa que pensaba hacer durante la mañana del día siguiente, que es cuando esperaba llegasen el afamado pero estúpido capitán y sus hombres. A través de engaños, esperaba que éste le diese el visto bueno y le proporcionara escolta hasta ponerlo a buen recaudo, pues le diría, entre otras cosas, que su intención era la de poner a salvo el tesoro del rey, tan importante para la paga de un soldado. Sin duda, lograría su propósito sin demasiadas complicaciones, o eso esperaba.

   Su llegada a la corte sería bien recibida por el monarca, sobre todo si era acompañado por la totalidad de los impuestos recaudados en lo que iba de año, a excepción de ciertas cantidades que Herminio se había tomado la libertad de emplear para uso y disfrute personal, así como para engordar su propia riqueza invirtiendo lo que no era suyo en negocios más oscuros que la propia noche, lo cual le había reportado suculentas sumas de dinero. Sin embargo, la llegada de aquella gente y las noticias que portaban daban una nueva dimensión al asunto, agravando la realidad hasta límites difíciles de asumir para cualquiera. Es por ello que, tras pensarlo brevemente, decidió adelantar su plan y adaptarlo a las necesidades del momento, fuesen cuales fuesen las dificultades a las que hubiera de hacer frente en adelante. En primer lugar, tendría que olvidarse de la seguridad que le darían las lanzas de Eliseo Portebrillante y aprovechar la negrura de la noche para pasar desapercibido una vez lograse salir del pueblo, para lo cual, ya sabía cómo se las apañaría.

   Una vez abierta la puerta del establo, Herminio Bolsasinfin, valiéndose de dos farolillos de aceite para alumbrar el camino, ambos dispuestos a cada lado del pescante, tomó las riendas del carruaje y azuzó los caballos, abriéndose paso de ese modo entre la densa oscuridad. Se cuidó mucho de no adentrarse en las calles consideradas malditas desde que dieran comienzo aquella serie de sucesos tan inexplicables como aterradores que tanto habían condicionado la vida de aquellos a quienes gobernaba con más codicia que buen juicio. Las voces susurrantes, que parecían conspirar sin cesar desde las sombras, no paraban de atosigarle, al igual que la sobrecogedora aparición de su padre, ya fallecido, hombre honrado estando en vida, que le dedicó un sinfín de iracundas miradas y gestos desaprobadores. Sin duda, este hecho generó una gran turbación a Herminio, que trataba, sin lograrlo, de ignorar a toda costa aquella fantasmal presencia.

   Al fin, llegó ante la puerta norte de la empalizada, donde los guardias allí apostados le dieron el alto, tal como esperaba.

—¿Quién vive? ¿Y qué rayos hacéis guiando un carro a estas horas con un gorro de dormir sobre vuestra cabeza? —inquirió agitado uno de ellos.

   Herminio ordenó detenerse a sus caballos a pocos metros de los soldados, que parecían indecisos. Luego, introdujo una mano en uno de los bolsillos del largo y grueso abrigo y, tras cerrarla en torno a algo que halló sin apenas buscar, la extrajo del mismo repleta de monedas, las cuales mostró a los centinelas, que, a pesar de la escasa luz y la distancia que los separaba, supieron al instante de qué se trataba.

—Vengo a ofreceros un trato del que sacareis un buen pellizco, muchachos —dijo Herminio, que, mientras hablaba, había arrojado a los pies de aquellos hombres todo el dinero—. Me preguntaba si puede ser ésta la llave que abra la puerta que custodiáis.

   Y entonces hubo palabras, y las voluntades se quebraron bajo el delicioso e insoportable peso del oro.

   Imagen extraída de www.neostuff.net Desconozco la identidad de su autor.