viernes, 12 de mayo de 2017

50. La Gran Disculpa.

El famélico zorro, tras dudar largamente, se atrevió a olfatear más de cerca la mano inerte que sobresalía de aquella monumental deposición. Su olor, apenas perceptible a causa de las fuertes emanaciones provenientes del descomunal detrito, le recordaba mucho al insensato individuo que con su ruidosa interrupción había echado a perder su último intento de caza, espantando al huidizo conejo cuando ya lo creía suyo. Sin poder creer su suerte, envalentonado por lo que pensaba podría ser, después de todo, un inesperado y sencillo almuerzo, mordisqueó levemente uno de los dedos, más para comprobar que no corría ningún riesgo innecesario que para arrancarlo. La mano se agitó de inmediato, dando al traste con sus esperanzas. Aun así, impulsado por el hambre, tan sólo retrocedió unos pasos. Se marcharía del todo si su comida acababa revelándose demasiado viva, como parecía que sucedería de un momento a otro.
En efecto, el montón de estiércol se removió frenéticamente. Entonces, de sus nauseabundas profundidades emergió la desesperada figura de un hombre embadurnado de toda aquella suciedad inmunda y maloliente.
Un grito enloquecedor inundó el bosque, aterrorizando a tantos animales como pudieran oírlo, ya fuesen grandes o pequeños. Incluso el despreocupado gigante, causante de aquella deyección innombrable, se volvió preocupado preguntándose si debía o no correr en la dirección contraria de la que venía aquel formidable alarido.
Sigfrido, no podía ser otro, se retorció asqueado de sí mismo, sacudiéndose inútilmente mangas, torso y piernas mientras maldecía sin parar. Fue entonces que recordó la existencia de un arroyo cercano, y en busca de sus limpias y cristalinas aguas marchó desquiciado, ignorando la presencia del aterrorizado zorro, que a punto estuvo de perecer a causa del sobresalto recibido, pobre animal.
Disfrutando de un merecido y necesario baño de sol, inmóvil sobre una piedra que sobresalía del caudal, una hermosa rana se perdía en pensamientos agradables y magníficos sueños. De súbito, la quietud fue quebrada violentamente por la llegada en tropel de alguien o algo, según su anfibio pero respetable punto de vista, que ni mucho menos parecía encontrarse en sus cabales. Las aguas estallaron y se tornaron turbias, y el batracio, que había saltado siguiendo el impulso de su acertada intuición, se adentró en la corriente buscando la seguridad que le otorgaban su fondo y el verdoso musgo de río, denso como las nubes del cielo cuando son demasiado oscuras. Aun así fue testigo de primer orden de una terrible imagen que le acompañaría hasta el final de sus días, pues contempló los horrores del alma humana reflejados en un rostro, contraído en un gesto inenarrable, del que se desprendían restos de una oscura y maloliente sustancia cuya procedencia nunca adivinó, para su fortuna.
Sigfrido bregó lo inimaginable en las aguas del arroyo, restregándose por todas partes. Se desproveyó del hábito de bruja, cubierto desde la primera hasta la última costura, quedándose desnudo de piernas pero cubierta la parte superior por la cota de mallas. Lavó todo con decisión, observando traumatizado cómo el agua ennegrecida arrastraba la suciedad en el sentido de la corriente. Así estuvo largo rato, hasta que las aguas volvieron a ser cristalinas.
Empezó a sentir frío.
Sabiendo que no podría permanecer así por mucho tiempo decidió encender un fuego. Que fácil le habría resultado con aquel libro mágico, pero Cornelio, ese maldito viejo, había desaparecido con él tras su escatológico incidente con ese gigante de cuyas inmensas posaderas le había llovido poco menos que su última desgracia, tan humillante o más que las otras.
Con mucho esfuerzo, dada su inexperiencia, Valorquebrado logró ver cómo, al fin, nacía una pequeña llama. La alimentó con pequeñas ramitas, temeroso de ahogarla si daba rienda suelta a un ímpetu desmedido. La lumbre agradeció su ofrecimiento, respondiendo en consecuencia con un reconfortante calor.
Sigfrido, en cuclillas, acercó las manos a la lumbre, así como el vestido de hechicera. Con suerte, estaría seco en unas horas.
Descorazonado, concluyó permanecer allí el resto del día, aún la noche, pese a los peligros a los que se exponía. Igual le daba ser sorprendido mientras dormía por muertos vivientes que por licántropos. “Después de todo, quién querría una existencia como la mía, en la que pretendo no ser y, debido a eso, tantas penurias ridiculizantes me sacuden”, pensó abatido.
Apenas durmió.
Antes del amanecer, tras cubrirse con el negro traje, levantó el sitio y vagó sin rumbo. Su desánimo, lejos de marcharse, parecía haber arraigado en su desangelado espíritu.
Su lento caminar lo llevó por caminos inocuos, con los árboles agolpándose en torno a él. Sus hojas, agitadas por una gélida brisa, parecían susurrarle palabras que no alcanzaba a entender.
Entonces se topó con un muro de afilados y puntiagudos espinos, amenazadores y terribles, que le impidieron seguir avanzando. Sin embargo, Sigfrido sintió la necesidad de traspasarlos. No se trataba de un irreflexivo impulso, tal como él lo percibía, sino de una obligación; un requisito indispensable como puede serlo la comida o el respirar. Bordeó como pudo aquella pared de abrojos y cambrones con insistencia, temiendo no hallar un modo de salvarla, habiéndola golpeado antes sin el menor resultado. Sólo cuando estaba a punto de desistir reparó en una pequeña abertura por la que, contorneándose, podría caber, cosa que sucedió no sin dificultad.
Lo que encontró al otro lado no fue precisamente digno del esfuerzo invertido, pues lejos de dar con un maravilloso paraje, se vio en un estrecho pasadizo que, cuando era seguido, desembocaba en un claro donde, a la sombra de un solitario almendro, descansaba un hombre que ponía todos sus sentidos en un bloc en el que él mismo escribía. A su alrededor, el suelo estaba cubierto por un sinfín de hojas de papel; algunas llenas de palabras, prácticamente vacías otras, la mayoría con innumerables tachones y correcciones.
Contrariado, Sigfrido avanzó hacia él.
El hombre, cuyo blanquecino rostro era tocado por una perilla que no parecía gozar de demasiados cuidados por su parte, alzó la cabeza. Las miradas de ambos se cruzaron.
Valorquebrado se sintió abrumado de inmediato. El sujeto, que superaba la cuarentena, obsequió al recién llegado con una amable sonrisa. Sus ojos, tristes por naturaleza, parecían flotar sobre unos oscurecidos cercos, producto, tal vez, de no descansar todo lo que debiera.
—Al fin llegas —dijo el hombre.
—¿Me esperaba? —preguntó Sigfrido extrañado.
—Claro. Yo te traje aquí.
—No entiendo.
—Podría hacer que lo entendieras con un simple párrafo, pero preferiría que lo hicieses por ti mismo. Tienes vida propia, aunque no sirva de nada más allá de mi mente.
Sigfrido retrocedió un paso.
—¿Un párrafo? ¿Cómo que un párrafo? Oiga, no estoy de humor para esto.
El hombre dejó el bloc en el suelo, junto al resto de papeles que consideraba inservibles.
—Tú naciste de un párrafo, un párrafo nacido de una idea que asomo de repente en mi cabeza. No pensaba en nada concreto, ni siquiera sabría qué aspecto tendrías ni cómo serías, o puede que sí, que ya supiese todo eso antes de tu llegada. Pero aquí estás, tan humano como yo quiero que seas.
—¡Usted es un lunático! ¡No entiendo nada de lo que habla!
El hombre señaló hacia su bloc.
—Estas ahí. Y si has llegado a estar ante mí es gracias a que así lo he querido y escrito.
—No. si estoy aquí es gracias a mi tenacidad. He sido yo quien quería llegar aquí. Pero veo que mejor estoy fuera, a pesar de todo.
El hombre parecía a punto de enojarse, pero su rostro se suavizó al instante.
—Llevas razón, en parte; yo quise que vinieras, pero también tú quisiste venir.
—¿Ve? ¡Está usted loco!
El hombre asintió en silencio. Entonces tomó el bloc y empezó a escribir. Al momento, el rostro de Sigfrido se torció en un gesto turbador.
—¡No! —gritó al borde de las lágrimas, pues de repente le vino todo a la cabeza. No era de carne y hueso —. ¡No! Usted me hizo así. Usted permitió que todas esas cosas me ocurriesen. ¡Cómo pudo!
—Fui mezquino. Fui vil. Fui malvado. Ni siquiera pensé en el sufrimiento que te haría pasar.
—Sí, usted fue todo eso y más. Pero ser parte de un texto del tres al cuarto es peor aún. No existo. Pero si no existo cómo es que siento. No logro entenderlo.
—Eso mismo creía yo al principio, que no existías, que ni la alegría ni el tormento podrían alcanzarte, mas sí que lo hicieron, y de qué forma tan humillante. Mi insensatez provocaron tu dolor y el padecimiento del resto de personajes.
—¿Te refieres a los otros? ¿Qué fue de ellos?
—No saben que estás aquí, pero lo sabrán, puede que ya lo sepan, pues al igual que tú forman parte de mí.
—Todos somos una mentira entonces, y eso a usted le convierte en un farsante, por inventarnos.
—No, así es como empezó todo, sin sentimiento, pero el tiempo me hizo ver que no era justo con vosotros, sobre todo contigo, mi querido Sigfrido. Os debo una disculpa.
—Una disculpa sólo hace que alivie su carga moral, pero no cambia lo sucedido. Sigue siendo igual de culpable. No hay solución posible para mí. Tampoco para usted.
—No hay solución en el mundo al que pertenezco, del que me refugio aquí, en este círculo de espinos al que te he hecho venir, pero sí que podría haberlo en el mundo que constantemente cobra forma en mi cabeza.
—¿Cómo?
—Lo hecho hecho está, debo admitirlo. Podría borrarlo y cambiarlo, pero aun así fue. Es lo que tiene el pasado; es inamovible. Lo que me traigo entre manos es permitiros ser parte de otra historia, compensaros de alguna manera, quedando yo tranquilo y vosotros satisfechos.
—No sé si quiero ser parte de otra historia suya. Si me niego, ¿moriré? No quiero morir.
—Mil veces podría matarte y nunca jamás perecerías, no hasta que yo y el último que te haya leído muramos, aunque ya no te recuerden. Pero tu muerte no te causaría más dolor del que me causaría a mí mismo, pues no dejas de ser mi hijo, en cierto modo.
—Habla usted raro.
—No hay nadie del todo normal. ¿Qué me dices?
—Mucho me temo que lo que quiera que diga.
El hombre, es decir yo, sonrió complacido.
—Ven, siéntate a mi lado. Los otros, a quienes llamaré ahora, tú y yo, todos juntos, trataremos de hacer algo. Y si el resultado no es grande para otros, lo será para nosotros, que ya es bastante.
—¿Y cómo empezar una nueva historia si aún no has acabado ésta? —preguntó la hermosa Lúcida, que apareció allí donde mi cabeza quiso.
—Poniendo fin a la que entre manos nos trae.
—¿Cómo? —preguntó Sigfrido.
—Poniendo fin, ni más ni menos —dije—. Mereces ser tú quien lo ponga, Sigfrido.
El joven pareció dudar. Sin embargo, tomó la pluma entre sus manos y, agitado a la vez que entusiasmado, pues así lo quisimos ambos, escribió:
“Por un nuevo comienzo".
" Fin”.
Se desconoce el autor de la ilustración.